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Arqueología doméstica.

Sep 8, 2025

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Arqueología doméstica.
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Siempre he creído que gran parte de lo que hacemos es una confesión camuflada. La cocina, por ejemplo, se convierte en tribunal. Creemos que pasamos inadvertidos, que nadie repara en nosotros cuando hacemos esas tareas triviales, casi automáticas. Pero basta un ojo despierto, o quizá un ojo obsesivo como el mío, para descubrir que, en lo más sencillo, dejamos la firma. No importa cuánto queramos disimular: la forma en que lavamos la loza nos delata. Uno cree que está ahí, fregando un vaso, enjuagando un tenedor, y que nada más sucede; pero basta mirar con la paciencia de quien espía lo invisible para descubrir que toda una vida se escurre entre las burbujas.

Está aquel ser paciente, claro. Ese que toma cada plato como si fuese único, lo acaricia con espuma y describe círculos perfectos, convencido de que cada mancha es una culpa a redimir. Si lo observás, entenderás que su mundo está hecho de pasos medidos, de relojes internos que no admiten improvisación. Sus platos brillan tanto que parecen espejos, pero también sus días se reflejan demasiado en esa misma transparencia.

Luego está ese vertiginoso. Lo verás frotar con brusquedad, secar antes de que la última gota se atreva a resbalar, apilar con el apuro de quien siente que siempre llega tarde a algo. Ese no lava platos: lucha contra un cronómetro invisible. Y en su prisa, deja caer no solo la espuma, sino también las pausas que podrían haberle salvado.

El acumulador habita otra lógica: deja que la pila crezca, que se convierta en torre, en montaña, en amenaza de catástrofe. Vive entre la negación y la espera, convencido de que el colapso es inevitable y que solo entonces, cuando la gravedad grite basta, podrá recomponer. Sus platos son ruinas y arqueología doméstica, y aun así, cuando los enfrenta, rescata algo de dignidad entre los restos.

El ritualista es distinto: lava, enjuaga, coloca en el escurridor como si erigiera un ejército silencioso. Contempla el agua cayendo en hilos precisos y siente que hay algo sagrado en ese orden que otros llamarían tedio. Quizá su vida entera sea eso: darle forma al caos a fuerza de repeticiones.

Y está también el confiado, el que se va dejando todo a medio hacer, convencido de que el tiempo es un aliado generoso, que el agua terminará el trabajo o que la suciedad se evaporará con el amanecer. Vive ligero, como si cada tarea fuese siempre asunto de otro día. Hasta que el olor lo llama, hasta que el pasado fermenta en el fregadero.

Lo curioso es que ninguno lava platos: se lavan a sí mismos. En cada movimiento, dejan huellas digitales invisibles, una confesión involuntaria que el ojo distraído nunca verá. Yo me descubro mirándolos como quien mira peces en un acuario: no por el agua, sino por los gestos que, bajo la superficie, revelan el misterio.

Y me pregunto, no sin cierta incomodidad, si el modo en que yo froto, enjuago o dejo escurrir la loza no es también mi manera de enfrentar el mundo. Quizá toda nuestra biografía, con sus luces y sombras, no sea más que una espuma que sube, brilla y desaparece en el lavaplatos con el aroma a limón del magistral. Al final del día, no importa tanto el estilo que utilices para lavar la loza, o lo reveladora que sea la forma en que lo hagas, todos buscamos que los males se vayan con la esponja y la espuma, fluyendo en el agua de la canilla.

Decime, vos que ahora pensás en tu cocina: ¿ya descubriste por qué lavás la loza de la forma que lo hacés?

Nicolás

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