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Aroma a metal. Parte dos.

John

Sep 26, 2025

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Aroma a metal. Parte dos.
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Una ventisca golpeaba con violencia sobre el campamento nórdico liderado por El Valiente. Este había sido abandonado tiempo atrás, provocando la degradación del mismo. Debido al viento, tanto Ulf como sus hombres se encontraban refugiados en la sala de hidromiel.

Bebían y comían hasta el hartazgo, cantando melodías desacordes y riendo sin parar.

Repentinamente, unos golpes en la puerta los hicieron retroceder. Tomaron sus armas con rapidez, pero Ulf hizo un gesto con la mano para que se detuvieran.

—Deben ser los hombres de Falk. 

—¿Con esta tormenta? —preguntó uno de los soldados, dubitativo.

—La nieve no es de esperar; ataca cuando ha de hacerlo.

Ulf se acercó al portón. Esta, oxidada en el tiempo, chirrió al abrirse. Tras ella, varios hombres armados esperaban. 

—¿Establo para resguardarlos? 

Aquel soldado, de emblema rojizo, señaló a los caballos que traían consigo. Ulf asintió, señalando a la lejanía una pequeña y cochambrosa cabaña que hacía el apaño. 

—Si veis que no caben, usad alguna de los hogares contiguos. No estamos usando la mayoría.

Uno de ellos, el más bajo, asintió. Tomó por las riendas a los caballos y los guió, en mitad de la ventisca, hacia el lugar señalado. Al llegar allí y abrir la puerta, observó el escaso hueco que había; por ello, se acercó a la cabaña de al lado y decidió dejar a los animales allí atados. 

Volvió rápidamente. Todos estaban adentro ya. Dio varios golpes a la puerta y, en un abrir y cerrar de ojos, se encontró bajo el calor de la hoguera que había en el centro de la sala. 

Sus compañeros habían dejado los yelmos sobre la mesa; todos excepto uno. Aquel, silencioso, observaba la sala. Las marcas de las paredes narraban historias épicas; los suelos, llenos de hollín y trastos, acallaban las memorias de las pisadas que alguna vez tuvieron el honor de posarse arriba suyo.

Sin embargo, lo que más atrajo su atención fue una daga clavada sobre la mesa. Era conocida para él. 

—¿Serás el único que oculte su rostro? —interrogó Ulf, mirando fijamente los ojos del joven.

Este volvió en sí. Todos lo observaban, esperando una respuesta. 

—Lo lamento, no buscaba molestarlo.

El joven se quitó su yelmo y lo colocó junto a los otros. Al revelar su rostro, los guerreros lo observaron con atención. Su cara, pintada de negro desde los ojos hasta la nariz, contaba con diversas cicatrices y tatuajes que lo hacían poco reconocible.

—¡No veo la diferencia! —gritó uno de ellos, riendo a carcajadas. 

Los demás se unieron y una marea de risas inundó la sala. Sus compañeros rieron con ellos, pero él, de semblante serio, se limitó a mirarles sin siquiera hacer una mueca; por ello, y para calmar el ambiente, los acompañaron a sentarse cerca de la hidromiel. Le ofrecieron beber, y eso hicieron; todos excepto él, nuevamente. 

Ulf se percató de su carácter. Curioso, se acercó a él. Alzó el cuerno que cargaba y se lo ofreció, recibiendo una negativa por parte del joven.

Brjóskur… —musitó sin apartar su mirada de él. 

Aquella reunión terminó casi al amanecer. Durmieron varias horas, poco más que un animal. Tomaron sus armas, armaduras, todas sus pertenencias necesarias, y se dirigieron al establo. Montaron los caballos y, antes de partir, miraron a los que nuevas incorporaciones. 

—Ahora nos reuniremos con los otros grupos —informó este, señalando al horizonte. Dirigió su dedo índice a diferentes partes, cercanas entre sí—. Cuando estemos todos, marcharemos al combate. He oído de las proezas de sus hombres, guerreros de brazo fuerte y diestros en combate. 

—Nosotros superamos sus fuerzas —dijo uno de los hombres.

—Eso lo decidirá la batalla, Viggo —proclamó Ulf, mirando al resto. Se aclaró la garganta. Su semblante cambió completamente; ahora, sus ojos hablaban desde el desconocimiento; uno de sus labios temblaba, imperceptible—. Nos superan en número, pero no en valor. Nuestra sangre arde como un pueblo atacado por Surtr, y gracias a ello, pelearemos hasta que los huesos se rompan y los cuervos graznen al amanecer; pero hemos de saber que podemos morir bajo la nieve, no lo olvidéis. Aunque sea fría e incómoda para caminar con los pies descalzos, será un buen lecho donde reposar antes del viaje. Recordad que contamos con nombres, y por ello debemos luchar un día más. ¡El Valhalla habrá de aguardarnos! 

Los hombres rugieron y vitorearon el discurso de Ulf. Tras eso, este tomó las riendas de su caballo y guió a los demás hacia el punto de encuentro. 

El trayecto se hizo largo. La nieve entorpecía a los pobres animales, que avanzaban torpemente golpeando la blanca nevada bajo sus cascos. Los árboles, blanquecinos, eran zarandeados con violencia por la ventisca fría. En la distancia, a las afueras del camino que seguían, una manada de lobos los observaba. Se encontraban refugiados en un pequeño saliente; eran los vigías de la montaña. 

Pasada una pequeña señal derruida en mitad del camino, se adentraron entre la arboleda hasta llegar a un asentamiento. Una vez allí, se encontraron a los guerreros afuera, que los esperaban para comenzar el viaje. Ulf ni siquiera bajó de su caballo. Hizo un gesto con la mano, y prosiguieron nuevamente con el camino.

—¿No vamos a descansar? —preguntó uno de los nuevos, jadeando.

—El enemigo no lo hará —respondió otro, cercano a Ulf, mirando al frente—. Descansarás cuando mueras; hasta entonces, hemos de prepararnos para atacar.

Este asintió con seriedad; por otro lado, en las filas traseras, varios hombres hablaban acaloradamente. El griterío molestaba al de la cara pintada, que gruñó levemente. Su compañero lo escuchó, riendo.

—Si sigues así, los lobos creerán que eres de su manada —bromeó este.

Skell no respondió. Movió la cabeza y, tras eso, tomó la delantera en su caballo.

Más pronto que tarde, llegaron al penúltimo destino. Allí, en mitad del camino, varios cuerpos yacían congelados.

Ulf  hizo un gesto con la mano, avisando al resto. Todos se detuvieron, esperando otra señal. El líder oteó los alrededores; gracias a eso, lo vio. Una bestia conocida por él.

—¡Bastardo! —vociferó, sorprendiendo a todos—. Debías cuidar de ellos, no dejarlos morir.

 Aquella figura se acercó con calma. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, todos vitorearon su nombre —. ¿Dónde están los otros, el Sangriento?

El hombre rio, mirando los ojos de su compañero. 

—Estás demasiado viejo, el Valiente —dijo burlonamente—. Los otros marcharon ayer; se cansaron de mí, creo recordar.

—¿Crees recordar?

—Sí, no estoy seguro de ello. 

El rostro de Ulf se ensombreció. 

—Me estás diciendo que TODOS, casi cien hombres, se marcharon repentinamente, ¿eso es? 

—Sí, eso…

Ulf lo golpeó antes de que pudiese terminar de hablar. Este ni siquiera se inmutó al recibir el golpe, a pesar de haber ido directo a su mentón. La mirada de aquella bestia se clavó sobre Ulf, que no se achantó ante eso.

—No me mientas de nuevo, Orn —gruñó Ulf, apretando el puño—. Fuimos hermanos hace mucho; pero eso no es motivo suficiente para tratar de engañarme, ¿entendido?

—Sí, jefe —afirmó este, sin apartar la vista.

Un silencio atroz devoró el ambiente. La charla cesó con rapidez, y todos los presentes marcharon hacia la batalla. Antes de sobrepasar el campamento dónde Orn residía, Skell visualizó, en la lejanía, algunos cuerpos en la nieve. Apartó la vista al momento, apretando las riendas con violencia. 

El camino se hizo largo. Cuando todos llegaron, el sol mudó de piel, siendo conocido, entre la oscuridad, como luna. Las estrellas brillaban sobre sus cabezas. Por ello, decidieron realizar un banquete afuera, sacando las mesas de dentro del campamento; sin embargo, no había las suficiente para que todos disfrutasen del espectáculo nocturno, por lo que tuvieron que improvisar usando diversos trozos de madera y demás. 

Cuando todo estuvo listo, cenaron y bebieron hasta casi desmayar. Tenían una batalla que vencer, y batallar sobrio bajo la nieve no era lo que ellos acostumbraban. Antes de caer bajo la influencia del sueño, los guerreros —casi todos— le rezaron a Odín, pidiendo protección y poder para el mañana. Después, al no caber todos en el campamento, se iban turnando para que no muriesen de hipotermia. Prendieron varias hogueras y usaron las capas como mantas. Esto le funcionó a unos cuantos, pero no a todos.

En la mañana, casi una decena de muertos fueron registrados. El frío fue brutal, y les pasó factura a aquellos infelices. 

Una vez estuvieron preparados, al amanecer, tomaron rumbo al pueblo sajón. Se encontraba relativamente cerca, así que no les costó mucho tiempo llegar; sin embargo, y una vez cerca del sitio, una barricada los detuvo. Pinchos, armas, cuerpos de otros soldados… aquello indicaba dos cosas: que habían llegado y que no se andaban con chiquilladas. 

El grupo se dividió. Algunos rodearon por la derecha; otros, por la izquierda; algunos decidieron esperar, por si algo sucedía. Entonces, el primer grupo que logró entrar, avisó entre gritos que, claramente, los esperaban. El sonido de las flechas se escucharon desde la lejanía. Eran muchos, más hombres que ellos.

Ulf, que esperaba tras la barricada, miró a Orn.

—Es tu turno, bestia. ¿Serás capaz de entrar?

Orn lo miró con sequedad. Tomó su espada y se dirigió hacia dónde sus compañeros estaban siendo atacados. Varios arqueros lo siguieron, y se colocaron tras él. Les hizo una seña antes de salir. 

—La zona se encuentra seca. Hay poca vegetación, así que somos fáciles de atacar; sin embargo, ellos se encuentran en una situación similar. Si logro acceder, acabaré con el frente, pero necesitaré ayuda una vez lo haga —expuso este, mirando al lateral—. Para ello, gritaré mi nombre. Cuando lo haga, avanzad. Decídselo a Ulf, que mande un grupo al lateral contrario. Estarán todos ocupados conmigo.

—Y conmigo —añadió Skell, que los había seguido desde la distancia.

—Puedo hacerlo solo, no necesito a nadie.

—No te estoy ofreciendo ayuda —respondió este, tomando su espada y escudo—. Estoy avisando de que entraré ahí, nada más.

Orn quiso responder, pero el joven se adelantó y corrió hacia el enemigo. La bestia se sorprendió, y siguió a este. Skell era ágil, rápido. Logró colocarse a la mitad del trayecto en un abrir y cerrar de ojos; sin embargo, algunos guerreros se acercaron a él, impidiéndole avanzar. La batalla fue rápida, siendo este el vencedor. Los otros guerreros se sorprendieron, incluido Orn, que corría ahora con el escudo de un compañero caído. 

Cuando vieron la oportunidad, varios aliados entraron a la batalla. No siguieron las órdenes de Orn, pero aquel movimiento les sirvió para ejercer presión. Con el tiempo, lograron entrar en la guardia de los sajones. Acabaron con los arqueros, rápidos, pero aquello había empezado nada más. 

Allí, a lo lejos, el ejército ondeaba su bandera. Montados a caballo, miraban a los nórdicos, que hacían sonar sus cuernos indicando la entrada. Los jinetes salieron a la batalla, y los nórdicos se unieron al baile. 

La batalla duró varios días. Las noches eran la debilidad de los sajones, que bajaban la defensa. Esto fue decisivo para la victoria de los nórdicos, que llegó al sexto día. Exhaustos, los sajones restantes se retiraron; necesitaban refuerzos. Refuerzos que, desafortunadamente, no serían capaces de llegar a tiempo. Los nórdicos se asentaron cerca, motivados por la victoria inminente. Bebían despreocupados, pues, a pesar de haber perdido a la mayor parte de sus aliados, habían resistido.

—¡Miraos! Hemos logrado lo impensable. Estamos a punto de tomarla —vociferó Orn, sonriente.

Aquellos que quedaban miraban al suelo, cansados. Sacrificaron sangre y carne para hacer caer a los sajones; aunque, sin embargo, aún quedaba la estocada final para proclamarse vencedores.

Skell, de manera inaudita, habló primero.

—¿Aún tienes fuerzas, Sangriento?

—La suficiente; no necesito más —proclamó este, orgulloso.

El joven tomó su espada y se acercó a él. La blandió sobre el aire y lo miró.

—Pelea conmigo, Orn. 

Este, sorprendido, comenzó a reír. 

—¿Debería?

—Sí, deberías.

—No seáis niños —dijo Ulf, visiblemente enfadado—. Hemos llegado al final, no hay tiempo para esto.

Skell blandió la espada. Todos miraron al joven, que se encontraba decidido a atacar. Orn tenía un ego enorme, así que no se achantó. Tomó la suya —cabe destacar que era enorme— y clavó en el suelo. Ulf suspiró, ladeando la cabeza. 

—Mataos si queréis, tomaré la ciudad solo si es necesario.

Ambos hicieron oídos sordos. Skell atacó primero. La hoja rasgó el aire y chocó contra la de su rival, que ni siquiera se inmutó. Este levantó su espada, dejándola caer sobre el joven, que intentó detenerla; sin embargo, al detenerla, debido a la fuerza de su oponente, cayó hacia atrás. Se recompuso rápidamente y volvió a atacar. Esto se prolongó durante un rato, hasta que ambos se detuvieron, exhaustos.

—¿Esta es la fuerza del Sangriento? —jadeó el joven, burlón.

—Si hubiésemos peleado antes, habría ganado —afirmó este, limpiando una herida que tenía en la mano.

—No, el resultado hubiese sido el mismo.

—¿Tu derrota? —preguntó este, preparándose para atacar.

—Tu muerte —susurró este, lanzándose hacia él.

Aquel ataque hubiese sido el definitivo de no ser por los reflejos de la bestia. Orn lo esquivó, golpeando con la empuñadura la cabeza de Skell, que cayó de bruces al suelo. 

—Yo soy El Sangriento —gritó, empuñando la espada—, y nadie…

Una daga —que Skell conocía bien— atravesó su pecho antes de poder terminar lo que estaba diciendo. Este cayó de rodillas, atónito. Giró su cabeza, mirando al causante de aquello. Los guerreros restantes observaban la escena, quietos en el sitio. Sabían que involucrarse implicaría la muerte.

—¿Ulf

La traición se hizo notoria en su voz. Este colocó sus manos en el suelo, dejando la sangre de su pecho tomar la tierra.

—No podía permitirlo, Orn. 

Este fue a rematarlo, pero, para sorpresa de él, la bestia contaba con un as bajo la manga. Había tomado arena en su mano, y la lanzó a los ojos de quién alguna vez fue su amigo. Este bramó, limpiando su cara con rapidez; sin embargo, Orn tomó la delantera y se lanzó contra este, tomándolo por el cuello. Comenzó a asfixiarlo. Este jadeaba de angustia, y los otros guerreros temían las represalias para salvarle; todos menos uno.

Al haberle dado la espalda, Orn sabía que su final estaba cerca, pero quería dañar lo máximo posible a su sentenciador. Entonces, y con un rápido movimiento, Skell cortó las manos de la bestia. Le tomó varias estocadas —que este aguantó como lo que era: un demonio— y, cuando se encontraba brutalmente enloquecido por el dolor, lo acabó con un tajo en el cuello. Antes de ahogarse en su propia sangre, el joven lo miró.

—Titubeaste, frændi.

Ulf tomó una gran bocanada de aire. Este tosió bruscamente, y, tras eso, escupió sobre el cadáver de la bestia. Limpió el hilo de sangre que cayó de su boca y miró a Skell, que lo apuntaba con el filo de la espada. 

—Me tuviste indefenso en el campamento. ¿Por qué lo haces ahora que estamos tan cerca de la victoria? —preguntó Ulf, intrigado.

—Diez inviernos, Ulf. Llevo esperando esto diez inviernos. Podría haber acabado contigo en aquel momento, en aquel lugar. De hecho, lo pensé. Pensé tomar la daga de la mesa, daga que, tristemente, me perteneció cuándo aún yo era menos que un retoño, y, entonces, cortar tu garganta; sin embargo, ¿qué honor habría en ello? ¿Cómo entonces mi nombre sería recordado por acabar con un cobarde como tú? No paré de darle vueltas, muchas vueltas. 

—este se fue acercando lentamente a Ulf, espada en mano—. Había muchos rostros conocidos, hombres que habían destruido nuestro pueblo años atrás; otros, sin embargo, jamás supe en mi vida quiénes eran. Entonces, apareció la última pieza de la que buscaba venganza: Orn. Una bestia que temía pelear; pero la batalla llegó. Dura, lenta, dolorosa. Puede verse el desenlace de la misma, somos pocos y desleales a tu nombre —lanzó el primer ataque, que Ulf esquivó ágilmente—. Pero, no quiero que peleen contra ti. He de ser yo quién tome tu cabeza, Ulf el Cobarde. 

—¿Ese es tu pensamiento, hijo?

—Eso es lo que demostraste, padre.

Ambos se lanzaron a la batalla, peleando con crudeza. El metal chocaba con violencia, chirriando en exceso. Las chispas y el polvo decoraban el aire. Un tajo inesperado hirió el brazo de Skell, que retrocedió con rapidez. Ulf se detuvo, con aires de grandeza.

—No tuve elección, Ulfr. Fue el único camino.

—¿El único? —gritó este, lanzándose nuevamente a la batalla. Sus ataques fueron más agresivos, sin éxito. 

La forma de batallar de su padre era espectacular, más impresionante incluso que la de Orn. Este comenzaba a cansarse, sin éxito en herirle. En uno de esos ataques, tropezó. Ulf aprovechó aquello y asestó una puñalada en su costado. Este cayó, pero se incorporó sin darle mucha importancia a la herida.

—Escucha, hijo. Aquello que hice fue lo mejor que pudo pasaros. 

—Mataste a madre —vociferó nuevamente, enfadado.

—¡Habríais acabado como esclavos si no hubiésemos hecho aquello!

Aquello despertó la curiosidad del joven, que se desangraba lentamente. Bajó la espada por primera vez, pero no le dio la espalda.

—¿Recuerdas el hombre que vino aquella noche, con el que estuve hablando? 

—Por supuesto que lo hago. 

—Era un mensajero —dijo Ulf, clavando su espada en el suelo—. Cuando yo lo conocí, era un guerrero excepcional. Peleamos mano a mano, y vencimos a sajones juntos. Pero el tiempo pasó, y yo acabé enamorado de tu madre. Tuve que huir, dejar las armas atrás. Formamos el pueblo dónde vivimos tantos años, y después te concebimos a ti. El futuro parecía próspero; pero, como ya sabrás, él apareció. Me habían encontrado. Era un ejército enorme, o eso me dijeron —y de él, me lo creía— y trajo consigo noticias pésimas. Buscaban que enmendase mis errores y volviera a la batalla. Me necesitaban, a mí a los hombres del pueblo.

—¿Te asustaste, padre? —preguntó este, cínicamente—. ¿No eras tú el de la sangre de fuego?

—No temía por mí —respondió, mirando al cielo—. Temía por vosotros. Queríamos luchar; sin embargo, ¿qué haríamos ante un ejército como el que nos habían contado? Podríamos matar a muchos, claro. Pero acabaríamos cediendo y, vosotros, forzados por aquellos.

Fue un acto misericordioso, Ulfr. No pudimos ver a nuestras familias sufrir.

—Podríamos haber huido, padre. ¡Había otras salidas!

—Estábamos rodeados —aseguró—. Cuando viniste a buscarme al lago aquella noche, casi al final del mismo, pude ver varias luces. Antorchas, quizás. Pero comprendí que nos observaban por si intentábamos irnos.

Skell tocó su costado, que sangraba levemente.

—Ríndete, hijo. Prosigamos con nuestro objetivo y repartamos ganancias.

—No puedo hacerlo, padre —dijo este, alzando su espada de nuevo—. No podré descansar sin verte muerto.

—¿Incluso conociendo la verdad?

—Tu verdad —respondió este con seriedad—. La mía fue ver como todo lo que amaba era destruido.

—¿Preferías verlos ser torturados hasta el hartazgo? ¿Esclavizados? ¿Esa hubiese sido una mejor verdad?

No hubo respuesta. El silencio congeló el ambiente.

—Eso imaginaba  —dijo Ulf, preparándose para defenderse. 

El joven empuñó con fuerza la espada. Miró a los ojos de su padre, que no apartó la vista. Sus ojos se clavaron en él como un puñal.

—Supe que eras tú desde que vi tus ojos, hijo —dijo este, apenado—. Pensé que no volverías, recé para que olvidaras todo —imposible, lo sé— y que huyeras lejos; pero, el destino es amargo y ahora, como dos torpes desconocidos, hemos de luchar por algo impuesto por otros. Esos otros que, como tú conmigo, perseguí hasta darles caza. Y eso hice, ninguno pudo escapar de mi hierro. Ninguno.

—Yo…

El joven se abalanzó nuevamente, pero, esta vez, fue herido de mortalidad. La espada atravesó su pecho, quedando su cuerpo junto al de su padre, que gimió de tristeza. No miró a otro lado, tenía que cargar con el asesinato de su retoño, al igual que con el de su pueblo.

—Luché como pude, padre. Lo intenté… —susurró este, agonizante—. Mi objetivo… tu muerte…

—Lo sé, hijo. Lo sé.

Este acarició su pelo lentamente. Limpió las lágrimas de los ojos de Ulfr, cuya sangre manchaba la escena, agridulce. El joven, antes de fallecer, tomó ejemplo de su tío. Palpó el ropaje de su padre y ahí la halló: su daga. 

—Pero… 

El hombre, expectante, acercó su oído a su labio. 

—Tú también titubeaste… 

Y, con un movimiento rápido, clavó la daga bajo su mentón, atravesando su mandíbula. Este cayó desplomado al suelo, retorciéndose de dolor; Ulfr o Skell— observó, antes de caer, como su objetivo había sido cumplido, aunque le hubiese costado la vida.

Cuando su cuerpo chocó contra la tierra, Ulf el Valiente, guerrero nato, aún se encontraba consciente. No pudo hablar, pero, sorprendiendo al resto, que se acercaron temerosos, sonrió con orgullo al ver que su hijo había logrado vencerle.

Lo que sucedió después fue enterrado en la historia. El nombre de Skell fue devorado en el tiempo; sin embargo, y para los únicos que apreciaron aquella batalla, su memoria perduró en unos escritos que fueron enterrados a saber dónde, qué contaban como un huérfano como Skell acabó con la vida de un guerrero como lo fue Ulf, para muchos El Valiente; para otros, un cobarde más.


John

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