El aroma a café impregnaba su mañana en una calidez entrañable. La soledad la consumía por dentro, un ser que enamoraba cada partícula de ella y las aclamaba como propias, ellas complacidas bailaban al compás del vals compuesto por los latidos de un mismo corazón. A puño y espada peleaba para tomar su cuerpo, secuestrarla por la eternidad, hacerla sucumbir a esa maravillosidad que era el saber disfrutar estar solo. Arma de doble filo, el estar solo. Si un árbol se cae en medio del bosque, y nadie lo escucha. ¿Realmente hizo ruido? Si ella cae en un pozo, y nadie la escucha. ¿Realmente cayó? ¿Quién sería testigo del inicio de su fin? Uno mismo no puede ser testigo de su muerte, la víctima no puede jugar dos partes. ¿O si? Si ella puede contar su historia, ¿No está siendo testigo?
La consumía el fresquito de aquella mañana de otoño, era descocado salir en short y musculosa, sin embargo su rutina diaria exigía esos momentos en donde la realidad de estar viva la golpeaba. Como un recordatorio indispensable. Habitualmente se olvidaba que no era una bolsa de carne y hueso caminando sin rumbo por la vida. Bah, un poco sí. Quien camina con un rumbo fijo suele cerrar puertas que llevan al preestablecido propósito de su vida, quien camina sin rumbo se pierde en caminos erróneos que varios discutirían diciendo que valen la pena. Al final del día, ambas situaciones conllevan a no llegar a destino.
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