Acto quinto: la imprudencia de Abril.
Pongamos las cosas claras que yo no me llevo bien con lo moderno. Me ato eternamente a la monotonía de lo cotidiano, de mi vida insulsa; y de pronto vos te entrometés tan imprudente, che. Como si agarraras la avenida en contra mano con el auto, y yo viniese de frente con mi bicicleta; quiero pedirte rotundamente que no frenes, vos pasame por arriba que yo me arreglo. Junto mis pedazos si es necesario, te pido por favor que no me dejes acá, todo armadito, funcionando cual máquina a la cual le hacen sus mantenimientos constantes. Te suplico que me desarmes, que me hagas perder todas aquellas piezas que me voy a pasar buscando toda la vida.
Ahora, casualmente, siempre desayuno en el mismo lugar, casi a la misma hora; intento convencerme en el azar de mis actos, aunque por dentro es clara la mentira. Debo confesar que incluso así, con este juego infante, no dejo de sorprenderme cada vez que alzo la vista, cada vez que trasciendo el cristal que divide el área donde cargan naftas los vehículos, y el sector donde estamos quienes venimos a desayunar al bar; cuando mis ojos desdibujan la ventana y te ven cargando un balde en una mano, repleto de agua y detergente, alzando aquel trapeador mugriento y cansado en la otra, siempre con aquel uniforme, tan replicado en otras estaciones de la misma marca, que probablemente vistan miles de otras personas, y que yo sólo reparo en él, porque lo vestís vos. Me di cuenta que me encanta tu pelo rojizo, que deja entrever marrones si estás lo suficientemente cerca, que me convence de lejos, que resalta de la misma manera que lo hace el tono carmín que le das a tus labios, por sobre tu piel blanca. Siempre atado y prolijamente colocado por el agujero de tu gorra, sin la que jamás supe de vos. Te veo cada mañana y siempre te estás yendo, siempre te me estás alejando, es un constante ver cómo es que decidís irte hoy; no quiero caer en burdas premoniciones, pero si fuese el caso, estoy convencido de que alguna que otra bruja reirá grotescamente, señalando la obviedad de mi destino; marcando con cuánta delicadeza, y cuán temprano, me diste la advertencia. Siempre te estás yendo a un extremo del playón, el cual hoy todavía está cubierto de aceites y manchas, producto del paso de los autos, porque todavía no llegaste vos. Mientras no te veo pienso cientos de cosas agobiantes, llega una camioneta, se frena en el medio de la nada, me hace reír; me gusta estacionar mal mi vehículo, temo confesarte, dejarlo por sobre las bocas de carga, bajarme rápido, entrar a la cafetería y sentarme soñando que justo hoy van a necesitar que me llames, que te van a mandar a buscar al inepto que se estacionó justo en los dos metros donde no se puede estacionar. Un patético recurso que añora tu reto, Abril, que sueña con tu atención irrumpiendo en mi lado del cristal.
Hay una pregunta que sé que me vas a hacer dentro de un tiempo. ¿Qué hice yo, flaco, para que te vuelvas loco por mí? Todavía me dejo pensando, aún la pregunta es mía, me pertenece. Es más que obvio, no hiciste absolutamente nada; tampoco tenías que hacerlo. En ciertos lugares, a ciertas horas, de los ciertos días que voy a verte, basta y sobra con que estés y seas vos. De la única y gloriosa manera con la que transitás lo cotidiano;
no preciso siquiera de tu esfuerzo para mi locura.
Acto segundo: Una vieja nota.
Hoy hablé de vos en un nuevo género discursivo; no entiendo ni la forma, ni el lugar, también me fue ajena esa casa; me abordó un sentimiento de culpa, uno que toma posiciones absurdas, símil geocéntricas(así camuflo un poco mi real consideración sobre cómo y sobre qué giran las cosas). Te pido perdón, por no poder ser fiel al suceso; encasillo tanto las cosas. Me detuve pacientemente a escuchar mi propio relato: – En primer término, vos. En segundo, cómo todo tiende a orbitarte.
Me irrumpieron, estoy haciendo mi mayor esfuerzo en el retrato, pero así como me cuesta utilizar pinceles, me cuesta expresarme de esta forma.
– ¿Por qué decís que todo se comporta así? O más bien, ¿por qué creés que te subís a la calesita?, pagando el alto precio del cual siempre te quejás, para después volver a fascinarte queriendo otra vuelta.
No contesto ciertas preguntas. Retomé mi lapicera, mi cuadernito viejo y cansado, me puse a escribir en voz baja, para que no pudieses escuchar de mi hoja la respuesta.
– Yo le preguntaría a todos los otros, ¿Cómo es que hacen para no estar pendientes de vos? ¿Cómo prefieren bajarse de la calesita y prenderse un cigarro? Hay demasiado en lo que no nos parecemos.
Nota Magenta: Soy una nueva versión, me fascina sentir que manejo la calesita, prenderla, apagarla, acercarles la sortija a quienes la merezcan, darles el encendedor a los otros. Te veo en los espejos del centro, cada uno te cambia el reflejo, aunque en todos sos maravillosa. Debe ser que estoy envejeciendo rápido.
Sofía terminó de leer aquel trozo de papel amarillo, gastado por el tiempo que habrá pasado en su cajón del escritorio. Yo muy bien sabía que aquello, alguna vez me había pertenecido, que había nacido probablemente de algún aburrimiento, de alguna noche de desilusión o algún cólera violento. Lo que no entendía, era por qué justo hoy habría querido traerlo. Cada pedazo que alguna vez dejo de mí en algún relato, guarda consigo un contexto, el cuál no es sin él de ninguna forma; intento evitar constantemente mis viejos cuadernos, ella lo sabe. Son como un artefacto de hechicería, desdoblan los recuerdos, los despiertan de la siesta de sábado a media tarde, aquella que sabemos cuándo es que empieza, pero no podemos precisar con certeza cuando termina; si es que nos dejará cerca de la cena, del desayuno, o del almuerzo familiar de un domingo rebosante de angustia. Sofía llegó a los cinco minutos a sacudir la cama.
- Te acordás de éste? - preguntó.
- Me acuerdo de todos, lo sabés.
- No parece; ahora sos bastante más amargado.
No tenía claro de dónde provenía mi amargura, si del estrés laboral, si de mis desilusiones amorosas, o simplemente, era la resaca de mi bestial rutina de entrenamientos semanales. Todo en conjunto va provocando desgastes, va erosionando por todas partes mi endereza, sin aviso alguno, sin ser muy prudentes. Hay ciertas tardes donde estoy completamente encendido, y de pronto, algo me tira un balde de agua en la nuca. Algunas madrugadas destello; otros días al levantarme me encuentro ya desarmado. No podía negar a Sofía, quien conocía detalladamente la historia, que probablemente mis relatos se oscurecieron tras cierto desamor. Y no podría manejarlo de ninguna forma.
- No extrañás la calesita? - preguntó irónicamente Sofía.
Sí, So. Siempre extraño las idas y vueltas en calesita, siempre me extraño cuando me siento ausente, pero me irrita tanto que me hagas estas preguntas cuando ya tenés la respuesta. Quien conoce a Sofía sabe que profundamente, tras sus preguntas (también respuestas) disruptivas habita un amor incondicional, y cada uno que nos vio juntos lo percibe, es innegable, es conflictivo, es un lazo inquebrantable que oscila constantemente. Que nos lleva entre guerras y tratados pacíficos, entre cuestas y barrancos. Que nos une cierto tiempo, y nos aleja por periodos. Que padece ciertas hibernaciones emocionales, que cada uno comprende sin cuestionamientos; jamás nos dejamos solos. Hoy estábamos en un cese del fuego, estábamos disfrutando este periodo ausente de desgracias, aunque siempre volaban chispazos. Nunca había una certeza fija de reencontrarnos mañana, podía llegar a ser la semana próxima, el año, el lustro.
En contraste a nosotros, éste era un periodo violento de mi vida, un pasar sumamente desgastante. Me sentía paradójicamente un estanque vacío, deshabitado, de peces, de pescadores, ausente de animales que precisasen de agua. Tan sólo era un estanque quietito al costado de una ruta poco transitada; poetícamente, me percibía de esta forma, en contraposición a las largas jornadas de estrés producto de las crisis económicas, a las noches en donde no podía dormir ahogado en mi cabeza, donde probablemente, supe cometer el error más grande de mi vida. Tanto Sofía como yo, sabemos que me fue necesario. Existieron eternas charlas entre los dos, no me cansé de contarte cómo es que tuve que abandonar, a quien me había recuperado. A quien supo darme las herramientas para transitar el más oscuro de los avernos. Hubiese sido mucho más sencillo que me hubieses arrancado el alma, que me hubieses aniquilado mientras te reías y me escupías la cara. Me sería súmamente vital, tener esta especie de excusas para mi exilio; no me tocó esta vez salir corriendo de un enfrentamiento armado, sino, que tuve que huir de casa.
El concepto de calesita le fascina, lo noté muchas veces; y yo creo que le fascina porque también lo ve en ella, se siente parte. A pesar de que Sofía jamás escribió un poema, mucho menos un relato, fue constantemente la vía por la cual ingresé a los mejores de los míos. El problema de la calesita es que tiene que estar bien aceitada, ya no sé si quiero subirme a bordo de aquellos juegos descuidados, despintados, que hacen ruido a metal, o que notás a simple vista que tienen flojos los tornillos. El problema parte de esta decisión, que voluntariamente traba algo los engranes. Las charlas constantes de nuestras vidas siempre se reflejaron entre hojas, Sofía es la oratoria, la narrativa, yo soy más bien lo literario; es un necesario ir mezclando en nuestros baldes ambas partes, después ver qué sale, evocarlo, moldearlo, pulirlo a encuentros y desencuentros, a deshoras borrachas o citas en cafeses a las seis de la tarde. A mi también me encanta, lo que a veces se instala en mi mente, es la incertidumbre de pensar quién es que aporta más. No necesariamente en un hecho de egocentrismo, creo fehacientemente que Sofía podría literar sin mí, lo que no me queda claro es si yo podría orar/narrativar sin ella.
Acto tercero: De mis amores previos.
Fue un monólogo. Iba caminando hacia la cursada, y empecé a relatar(me) bajito. No podés, no podes comenzar un texto motivacional con una negativa; vos tenés un talento curioso para la vida.
Volví a encontrarnos en una hoja vacía (me dio un poco de miedo, no te miento), y a la vez, hoy ya no estabas. Trato a la muerte en vida de manera curiosa, mientras no vuelva a chocar tus ojos de frente, creo poder con esta mentira.
Tengo la mirada caída; a veces creo buscarme en el acomodar del pelo de alguna mujer que no conozco, pero incluso sin conocerla, sé que no sos vos. Cuando decido comprar boletos para reencontrarnos, sé que nuevamente estaré solo en los vagones, en las terminales, en los caminos y en las metas. Curiosa danza asincrónica, atemporal, la llamo de esta forma, ya que sólo la entiendo con vos, cuando paramos en la misma estación del tiempo. La primera vez me fulminó perderte, pensé, en verdad, que jamás regresarías – no se trata de regresos -, que jamás volverías a buscarme.
La melancolía nos embriaga, damos pasos sinuosos, imprecisos; hoy sé, después de tantas heridas, que nos reencontraremos toda la vida. No en las mismas casas, ni en los mismos bares, ni tampoco en las mismas formas; sólo sé con certeza que jamás dejaremos de reconocernos. Hay algo de mí, que solo aparece por vos; y viceversa.
Me duele perder tus versiones, me duele también creer olvidar las mías; aunque ya no las lloro tanto. Cada pedazo, que alguna vez retirás de mí, abre, también curiosamente, un espacio calculado al milímetro, en donde siempre cabe justamente lo que traigas en tus manos, la próxima vez que vengas.
Acto Cuarto: Sobre Sofía.
Fueron ojeadas a mis cuadernos amarillos, a los párrafos en lápiz que se supieron ir apagando con el paso del tiempo; que hoy me miraban con cariño, como dándome una chance, una particular y fantasiosa forma de reinventar (aunque no sabía muy bien qué). Magia oscura, milenaria, podría invocarnos, incluso involucrarnos en un ritual peligroso. Citarnos aleatoriamente desprendiendo todo lo que estaríamos haciendo en este preciso instante. Podría tomarte y arrebatarte de donde quisiera que estés, arrancar de tu mente gran parte del tiempo en un espasmo, y sin explicaciones, reencontrarnos en algún punto del tiempo en donde todavía tuviésemos cualquier inútil dato para contarnos; de esos que hoy nos irrita escuchar, de aquellos que robaban toda nuestra atención. Si fuese tan fácil… Lo cierto es que hoy ronda una especie de desencanto. No es que me duela, con el caer de la tarde se me destiñe cada vez más la narrativa.
Si de algo no me arrepiento, es de todo lo que tuve para contarte.
De mi inventar y reinventar capítulos a tu nombre sin reparar en calidades, a veces lo vulgar o insólito, te desprendía de la ventana y te alejaba algo más de los dolores, y de pronto paraban la lluvias (ciertas veces se te cruzaban los aguaceros, no te alcanzaban los cientos de salvavidas y parecías ahogarte por todas partes), otras veces había que ir a buscarte hasta algunos rincones del vasto universo donde ibas a refugiarte. Es difícil encontrarte, con tu encanto presente podrías convencer a cualquiera de darte refugio; nunca me creí especial en nada que tenga que ver con vos, sé muy bien que tenés hogares por todas partes, y a veces pienso, que lo único que soñaba era ser uno más de ellos, pasarte una manta cuando nos desarmase el frío, llevarte una taza de té para soltarte algo la garganta.
Primer Parágrafo blanco.
Siempre fue de noche desde que nos conocimos, y siento que nos fuimos acomodando constantemente ante todos los golpes de la vida. A veces colisionan violentamente los procesos; los tuyos, los míos, los de los otros, y es tanta la violencia, es tan grande la onda y el posterior impacto, que todo se transforma.
Creo haber absorbido por demás tus preocupaciones, ahora tengo que pagar las cuentas.
- Sos un imbécil.
Sofía esperó hasta el último segundo donde yo estuviese pendiente de mi relato. Llegado ese punto, resaltó lo que consideraba de mí, por lo menos hoy. Nos conocemos desde bastante tiempo, ya ni se inmuta por cómo es que relato nuestros encuentros, nuestra relación, nuestra vida. Comprendió que siempre va a estar presente de alguna forma, a veces, me solicita que la actualice con qué le conté esta vez en mi cuaderno.
- Sos un imbécil, pero te quiero. - reafirmó. - Hace cuánto no escribías? Antes era insoportable, aunque me encantaba, verte dejando papelitos por todos lados. Me acordaba el otro día de cuando nos conocimos, de alguna de las primeras veces que te vi. Estabas todo el tiempo apoyado en la barra de la cafetería, incluso algunas veces los clientes te llamaban y vos los ignorabas por completo. Te cubrí tantas veces, y antes que te quejes, no me arrepiento de ninguna. Me encantaba volver a la barra, y en el momento que te ibas, revisar los papelitos que dejabas apoyados. Es más, si busco por casa, sé que tengo bastantes todavía guardados.
- Pará, che; tampoco es que me cubrías tanto, habrá pasado alguna que otra vez… - ambos reímos.
- De verdad, hace mucho no escribías, entiendo que es algo muy personal, pero tenía ganas de preguntarte. Pasó algo que no me hayas contado? - Antes de dejarme contestar, Sofía volvió a hablar- Me resulto tan familiar, es como si ya hubiese escuchado de esto, aunque no se parece en nada a lo último que me habías leído. Es como un periodo previo, como si hubieses vuelto a tu origen, a la primera forma, a como escribías al principio.
- Es bueno, o malo? - le pregunté.
- No sé.
- Estuve bastante peleado con esto, te juro. Me senté muchísimas veces a no decir nada. Me cansé de repetir y repetir las mismas vulgaridades, aunque a veces muy adornadas.
- Siempre estuviste peleado con esto; ése es el punto, la pelea.
- Es verdad, no sé, no encontraba la forma de resolver lo que pienso.
- La encontraste?
- Hay algo distinto.
Acto Primero: Sobre nuestros espacios.
No quiero desilusionarme tan rápido. Me costaría aceptar sin reclamo alguno, el haber recorrido cientos de veces este campo para nada particular, me daría vergüenza, incluso una especie de decepción; si es que hubiese pasado un centenar de veces frente a tus ojos, sin siquiera haber reparado en el tono con el que se abrazan tus pupilas. No creo que fuese amor; o no creo sinceramente que fuese un enamoramiento como tal, estoy todavía revisando el término. Frené un poco en otra estación clónica de esta cadena, dispuesta en el mismo sentido, probablemente con un plano muy similar en su construcción, un poco más grande por un costado, algo más fina por el otro. Miré los surtidores, miré a los empleados, todos con tu misma ropa, a todos le quedaba distinta. Propiamente hoy, retomando la búsqueda del término que reemplace al amor, sentí una gran similitud con lo que es una cachetada; con un golpe seco sobre mi mejilla, uno que no tuviese la suficiente fuerza como para voltearme, pero sí, la suficiente impronta como para reordenar todo aquello amoblado en mi vida. Es lindo ver el sillón, es lindo recostarse e ir hundiéndose brevemente entre sus almohadas, una especie de simbiosis hogareña, un tipo extraño de arquitectura sólida, a pesar de estar rellena de espuma. Sólo un golpe preciso puede alterar el concepto, para dejar expuesto, que no era sino una trampa, en la que probablemente se construyeron los más densos de mis muros. Cuando la casa esta tan en paz, tan en orden, no termino sintiendo otra cosa que no sea miedo.
Había algo que faltaba, además de la obviedad; por más de compartir la mayoría de la esencia, había algo que no me terminaba de convencer. En mis cuadernos no había muchas descripciones, no había sido en ningún periodo de mi vida, ni en mi vieja ni en mi nueva literatura, aquella mi especialidad. No reparaba en aquellos detalles, en todo lo que orbita a aquello de lo cual quiero hablar. Tengo un placer especial por dejar moldes, en donde caben fácilmente los detalles de las historias internas de quien los lee. Miré hacia el cielo, algo nublado, miré hacia la avenida, algo repleta; miré el gran ventanal desde el cual siempre supe observarnos y hoy no me encontré. Estuve parado cierto tiempo contemplando, de pronto sacaba el celular para disimular alguna que otra ocupación, me acercaba y alejaba en un bamboleo hasta mi camioneta, me adentraba, me alejaba, me subía, me bajaba; y no fue sino hasta que me vi en el reflejo, cuando salió brevemente el sol, a contemplar un poco el panorama antes de recostarse en otras nubes. De este lado de la gran ventana se veía un reflejo. E incluso, llegué a pensar, que a determinadas horas de la mañana, se dificulta ver tras él.
Me acuerdo la primera vez que te noté, abrumó mi mente por un instante aquel violento recuerdo, me encontraba recién llegado, todavía de tu lado, cruzándolo cautelosamente en dirección a la que era mi mesa. Saliste de atrás de un auto, casi me chocás de frente. Te miré a los ojos directo, quería preguntarte si estaba bien donde había estacionado, en aquel entonces todavía no estaba seguro de dónde podía o no hacerlo; ni siquiera sabía de la existencia de nuestro perímetro delimitado, entre tu lado y el mío.
Como si esquivases una bala, me contestaste rápido, precisa, te tembló algo la voz antes de seguir por mi costado derecho hacia el depósito lateral. Te perdí cuando te esfumaste por donde ya no cubrían mis ojos, cuando te descuidó mi periferia. Nunca tendí a voltearme, supe quedar perplejo. No tanto en vos, sino en la interacción y su continuidad errante; mi vida, a la que durante bastante tiempo consideré carente de peso, había por lo menos alterado, aunque fuese ínfimamente, el campo de alguien más; el campo de Abril. Así como la presencia de la luna altera la marea, con la incertidumbre de saber si éstas la notan, o solo se suman al baile, brotó tibiamente la esperanza bajando por mi garganta, con un tinte de fuego ardiente, acomodándose bien profunda en mi pecho. Qué preciso el momento en el cual elegí jugar con fuego, tan cerca de los depósitos de nafta.
Ambos extremos del cristal delimitaban el terreno de juego; podría cualquiera de los dos atravesar el otro, pero inundaría instantáneamente un sentimiento incómodo, desataría pesadas miradas. Trascender la frontera del vidrio implicaba exponerse, en vos, salirte de tu rutina, en mí, irrumpir desubicadamente un espacio que me sería injustificable. Era verdad que no terminaría nadie herido, no se trataba de un campo minado. Habré transitado decenas de veces por donde entendí que no debería, incluso violé algo el tratado varias veces cuando perturbé la norma con mi camioneta. Cuál sería la palabra que me otorgue el salvoconducto, para no incomodarte cruzando la tranquera, para no tener que girar rápido la mirada mientras se me cerraba por detrás la puerta automática. Dónde se contrataban los traductores, que condensarían en un saludo breve, o un gesto, todo lo que no me cansaba de escribir para decirte. Me gustaría preguntarte tantas cosas, insulsas, quizás, que anotaría en el margencito de mis cuadernos que fueron plasmando las pruebas, de cada encuentro desde que los registro.
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