Aquí, otra vez.

¿A alguien más le pasa esa sensación desesperante de avanzar un escalón solo para retroceder dos, tres o incluso cuatro?

¿O soy la única?

Cuando por fin comienzo a aceptar que todo terminó, cuando el silencio del vacío se vuelve una verdad concreta y la tenue vela de la esperanza apenas alcanza a iluminar lo que alguna vez fuimos, me convenzo: racionalmente tengo todas las respuestas. Sé que no me amas. O al menos, no lo suficiente como para arriesgarte a la entrega, a la resignificación, al sacrificio compartido y al compromiso mutuo. No lo suficiente como para dejar los egos a un lado, hablar desde la crudeza del alma, desde el perdón, la complicidad, las risas y el amor.

Entonces… ¿por qué soy yo la que divaga otra vez?

Han pasado ya dos meses, casi tres. No queda nada que esperar, y aunque lo hubiera, sería una tortura clavarme la espina de la esperanza en el pecho. El punto no es dejar de amarte —porque no quiero—, sino que debo hacerlo. Porque me dueles, y me dueles demasiado. Estoy agotada de llorar, agotada de esperar un “ahora sí” que nunca llega.

Porque yo nunca seré tu “ahora sí”, mientras que tú siempre has sido el mío.

Y aquí me encuentro de nuevo, desahogándome en esta verborrea de palabras gastadas, en pensamientos repetidos que ya conozco de memoria. Sé lo que tengo que hacer, sé cómo debería hacerlo. Pero a diferencia de ti, mi cabeza no logra sostener a este corazón que se revuelve, patalea, llora y sufre.

Estoy agotada, genuinamente cansada. Y no quiero respuestas lógicas, porque mi mente ya las tiene enumeradas como un mantra que repite para no colapsar. Solo escucho: “duelo”, “proceso”, “sanar”… “duelo”, “proceso”, “sanar”… y lo sé. Lo sé, de verdad lo sé.

Respecto a mí, lo sé.

Lo que no sé es cómo se pasa la página y se suelta a quien decías amar tanto. Eso —llámenlo bendición o maldición— es algo que no puedo comprender y, al parecer, no comprenderé en un buen tiempo.