Apoteosis

Ese soy yo.

El que se acomoda cuando ya no están todos. El que se abandona al desconcierto del concierto en re mayor, sin sinfonías ni danzas extrañas, despojado de látigos torpes en cualquier mercadillo de esquina. El que ha soñado con saturar el apacible sonido,

la canción del temblor inédito (la que los mudos quieren gritar y aplaudir en cualquier sitio).

Sí, soy yo.

Como la armonía oscura antes del comienzo/lenta/muy lenta hasta llegar al clímax que desconoce la melodía extraña que vomitará en los aposentos/la tímida intención/una ecuación para llegar al final cuando solo se escucha el arrebato del grito sordo/y procaz/y los nervios tiritan la fiebre baladí de esta herida abierta/sin lograr quedarse detrás del charco informe de las estúpidas analogías/de todo aquel que pretende pensar libremente.

Y está mi sonrisa maldita.

Un estúpido gesto del que esconde una, mil pasiones, reventando cualquier manual de la decencia que la linda moral burguesa enarbola como la total mascarada de la verdad disimulada detrás de los entierros de cualquier muerto repugnante.

Un estúpido gesto que recorre los alegres santuarios de las vírgenes en flor, bajo nomeolvides y azucenas prestas a marchar, articulándose orondas bajo el falso rosado de las palmeras, añejado con un ron barato de alquiler.

Y mientras esté yo

más allá del que nada fui,

del que pretende nadar

alejado de las escaramuzas

y de las pasiones que huelen al cloro de los vapores

(que penetran las falsas heridas de los azulejos que curiosamente muestran la siempre excitante desnudez del crepúsculo),

para caer hincados y adorar,

siempre adorar

y quedarme contento sin más,

implorante tal vez,

vacío,

con la certeza de cuando finges decir que basta ya,

que ya no soy yo,

que no miento si te digo que partí

y que perdí,

que no pude sentarme plácidamente

cuando todos ya no están,

todo sucederá,

porque, en definitiva,

ese

soy

yo.