—Cada noche cumplía un ritual por más cansada que me sintiera —relató Eugenia, protagonista de este relato—: después de cenar, me preparaba una taza de té caliente y me sentaba a leer en silencio uno o dos capítulos de mi saga preferida, siempre en compañía de mi gato Edgar. Poder ocupar unos minutos de mi poco tiempo libre para hacer lo que disfrutaba, me hacía pensar que el esfuerzo para mantener la casa con un pequeño patio en el fondo, no era en vano —prosiguió—. Durante muchos años había ocupado monoambientes amueblados y por fin podía darme el gusto de recorrer tiendas para decorar el hogar. Asistí a una venta de garaje y compré una lámpara de pie restaurada que coloqué en el sector de lectura, junto al sofá.
Ese mismo día, por la noche, luego de finalizar mi ritual, apagué la lámpara y bostecé con dicha, enjuagué la taza y me cepillé los dientes, antes de dirigirme al dormitorio, arrastrando las pantuflas. »“Vamos, Edgar” llamé al notar, de soslayo, que el gato seguía en la mesita ratona, sentado sobre el libro que acababa de dejar; sus ojos resplandecían, fijos, en la oscuridad del rincón que parecía profundo. “¿Qué pasa, Edgar?” interrogué mientras tanteaba la base de la lámpara, buscando a ciegas el interruptor; presioné la tecla y este salió de ese estado como de hipnosis en el que se encontraba, y se dirigió rápidamente hacia la mesada de la cocina, buscándome. “¡Sos tonto!” lo regañé, cariñosamente. “¡Me hiciste asustar!”. »Apagué la lámpara nuevamente y Edgar se desplomó sobre el suelo cuando se disponía a saltar. No reaccionaba, estaba tieso, como si llevara muerto desde hace varias horas. Lo envolví con su manta y lo llevé a la casa del veterinario que tuvo la gentileza de atenderlo tan tarde; le realizó ejercicios de reanimación pero no sirvió de nada. Pedí prestada una pala y llevé el cadáver para enterrarlo en el patio, junto a la palmera.
Luego intenté conciliar el sueño pero no pude; me preparé una taza de té, encendí la lámpara e intenté distraerme leyendo pero las lágrimas se precipitaban sobre las páginas, me enceguecían, obligándome a dejar el libro de lado. Me hice bolita en el sillón, buscando calor en mis propios brazos y cuando comenzaba a dormirme, un maullido me puso alerta. Pensé que el gato de la vecina había venido de visita en el momento menos indicado. Tomé el plumero, molesta, y recorrí el pasillo, tambaleándome, ebria de sueño. Abrí la puerta del fondo con precaución para evitar que ingresara, y en el momento que asomé el plumero para ahuyentarlo, Edgar se abalanzó sobre mis piernas, cubierto de tierra. »No volví a apagar la lámpara. Edgar me acompañó tres meses más hasta que un corte de luz de veinticuatro horas acabó finalmente con su vida. O eso quiero creer.
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