A veces me pongo a reflexionar sobre mis cruces,
las que cargo, arraigadas en mi vientre.
Me zamarrean de vez en cuando,
pero cuando las ves, son obras de arte.
Se convierten en líneas de piano:
más negras que blancas,
pero generan melodías más puras que la niebla.
Anda un poco nublado el día desde hace un tiempo.
Me he acostumbrado a esto.
Me conmueve el rocío mañanero,
las escarchas que crujen mis despertares.
Las tardes solitarias que hacen balbucear mis labios
y esas noches dinámicas que congelan mis mímicas.
Hay algo bello en todo esto.
Como si la melancolía se volviera un estado sosegado.
Una inspiración suave,
como una foto panorámica del todo.
A veces deambulo por el absurdo
en relojes que marcan el tiempo
y me dejan agotado de tanto tic-tac.
Prefiero las caricias de esa melancolía lagrimante,
esa sedación que invita a la paz,
esa inspiración callada
que profesa prosas
en cada partícula de oxígeno.
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