Era una mañana tibia de verano. El té humeaba en mi taza, el olor me envolvía, pero mis ojos no podían quedarse en el libro que estaba leyendo. Siempre terminaban en el balcón. En ella.
Estaba apoyada de espaldas a la baranda, el sol le caía directo sobre el rostro, iluminándole las pestañas. La brisa enredándole su corto cabello. Esa paz que parecía envolverla me tranquilizaba a mí también. Cuando volteaba a mirarme, yo bajaba la vista, fingiendo leer. Disimulaba no verla con mi camisa celeste, larga como un vestido robado.
Contemplarla así era mi debilidad. Me daban ganas de volver a meterme con ella en la cama y hacerle el amor como si de verdad la amara. Pero no era el caso. Los dos sabíamos que lo nuestro era un puente colgante: hermoso mientras se cruza, pero inevitablemente con un final. Yo ya tenía comprado el vuelo de regreso a la ciudad del polvo y la niebla. Teníamos los días contados.
Cuatro meses antes…
En “Rox”, un boliche de La Plata que conocía casi como mi casa. Estaba en la barra, cerveza fría en una mano, cigarrillo en la otra. Nina —mi querida amiga chilena— bailaba sola.
Entre el humo y la música apareció Corina. Curiosamente al verla pensé en la “jugadora 222” de la famosa serie El juego del calamar. Se acercó, habló y bailó con Nina. Juraba que le estaba coqueteando. No me metí. Disfrutaba observándolas, sin más.
Media hora después, Nina me pidió que la acompañara a su casa. Acepté, pero le dije que me dejara terminar la cerveza. Tres minutos más tarde, rumbo a la salida, sentí que alguien me tomaba la mano. Giré. Era Corina.
—¿Hola, ya te vas? —me dijo, con cierta timidez.
—Sí, mi amiga está cansada. Voy a dejarla en su casa —le respondí, sonriendo.
—Siempre te veo en la barra… Me acerqué a tu amiga porque en realidad quería hablar con vos, pero estabas en lo tuyo.
—Juraba que querías ligar con mi amiga, no conmigo —le dije, medio en broma.
No me soltaba la mano. Me preguntó mi nombre. Se lo dije. Le expliqué que debía irme. Entonces, con los ojos fijos en los míos, lanzó la pregunta con nervios:
—¿Te puedo dar un beso antes de que te vayas?
No lo vi venir. Pero me gustó. Sonreí, me acerqué y la besé. Fue un beso lento, de esos que parecen guardar un secreto, pero fugaz como si temiera romper algo. Intercambiamos nuestros números. Me fui.
Una semana después, la ciudad crujía bajo una tormenta. Desde la cocina escuchaba el golpe de la lluvia contra las ventanas mientras preparaba una sopa para espantar el frío. El celular vibró. Era ella.
—Kai… no quiero que pienses que estoy loca, pero no tengo dónde ir. Estoy empapada, todo está cerrado —su voz traía la lluvia pegada.
—Pásame tu ubicación. Te mando un Uber para que vengas a casa hasta que pase la tormenta —le dije, casi sin pensarlo.
—Mil gracias, de verdad —me dijo, y pude escuchar su alivio.
No sabía por qué estaba ayudando a alguien a quien apenas conocía. Pero había algo en su voz que me resultaba familiar, como si hubiera algo roto en ella que reconocía en mí.
Bajé a abrirle. La vi, con el pelo pegado al rostro, la ropa chorreando. Mientras subíamos, bromeé:
—Felizmente no te mojaste tanto.
Ella sonrió, temblando:
—Kai, te voy a empapar todo el departamento.
Le di una toalla y una pijama polar.
—Sécate y cámbiate… o si quieres, date una ducha, así no sientes la lluvia encima.
—No quiero abusar de tu confianza. Suficiente con que me dejes quedarme —dijo, bajando la mirada.
—Créeme, lo único que quiero es que estés cómoda.
Mientras se bañaba, terminé de cocinar. Salió con mi pijama puesta, secándose su cabello corto con la toalla. Nos sentamos a cenar. Se fue la luz.
Encendí unas velas. La luz temblaba sobre su rostro mientras me contaba que venía del sur, que había llegado a Buenos Aires por amor, pero su ex novio llamado Jimmy seguía amando a su ex. Ella había sido un parche. Un refugio. Y él, su debilidad.
Me preguntó por mi vida. Descubrimos demasiadas coincidencias. Por primera vez, no me asustaba la idea de ser el hombre transitorio. El que llega para curar una herida. Yo sabía que me iría en cuatro meses.
Fueron cuatro meses cálidos, de piel y de costumbre. Ella llegaba después del trabajo y la casa se volvía un ambiente abrasador. A veces traía comida del restaurante donde trabajaba, me acompañaba en la cocina, veíamos películas en la cama. Vino en la tina con velas, canciones que se quedaban flotando en el vapor. Jimmy quedó atrás. Éramos solo ella y yo.
El último día en Argentina embalaba mi computadora, dudando si irme era lo correcto. Sonó el timbre. Era Corina.
—¿Y esa sorpresa? —pregunté, abriendo la puerta.
Me abrazó como si no quisiera soltarme.
—Necesito acompañar al hombre que mejor me ha tratado en la vida.
Me ayudó a empacar. Tomamos un taxi al aeropuerto. Hice el check-in. Nos sentamos en el piso, abrazados, hablando poco, como si las palabras pudieran romper algo frágil. Caminamos juntos hasta la línea donde ella no podía seguir. La besé despacio, como si quisiera quedarme ahí. Finalmente le dije:
—Cuídate, Cori. No sé si volveremos a vernos en algún otro momento de esta vida. Fui feliz con tu compañía. Espero verte feliz y realizada cuando llegue ese momento. Te he querido, Cori. Siempre será así. Gracias por todo.
No dejé de mirarla hasta que la puerta de embarque me lo impidió. Sus ojos me pedían que no me fuera.
Tiempo después quise saber de ella. Cómo estaba, si había encontrado a alguien bueno. La llamé. Contestó feliz al escuchar mi voz. Hablamos un momento. Hasta que dijo:
—Kai… volví con Jimmy.
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