Las manecillas del reloj aturdían y relampagueaban en mi cuerpo en cada perforante segundo que resonaba en ese espacio ultra iluminado y anómico. Las paredes blancas administraban todo cubículo posible y los sonidos estridentes nombraban sobre una pantalla los números que apilaban a los transeúntes en incómodos lugares poco espaciados.
Corazones delatores notaban los torturados rostros del lugar y, con un sagaz desliz, un delineado sudor helado corría por sus cuellos, por el mío. Entonces, ensimismado se oía, cada par de minutos, un apellido: dando nombre a la dinámica del padecimiento que adolece, la ansiedad que alborota, el miedo que desploma.
De pronto, algún espacio otorgó silencio. Una calma que predice malas noticias o efectos de cierta resiliencia. Un silencio que también es energético. Un silencio del alma que se apena, que se amedrenta con el correr del tiempo. Una calma que te hace añicos de un segundo a otro.
No obstante, menester es incurrir en la profundidad de la sensación empírica de fragilidad constante que aquella situación, que aquel lugar decide provocar. La corporación de la burocracia espiritual: de las penas que se construyen en cemento y metal y cables y luces… casi como una pesadilla oblicua obligada a perdurar en el tiempo que, sin embargo, si la salida es grata, quita de encima un peso colosal, un miedo sepulcral, una herida que el reloj, que marcaba las cinco y media de la tarde, siempre quiso guardar.
Sonó mi nombre y me movió el cuerpo, casi paralizado. Casi como si entendiera que detrás de esa puerta color beige se forjaría en mi destino, un proceso de la nada o del todo, de lo sepulcral o de lo divino. “¿Qué más da?”, objeté. Al fin y al cabo, fue el peso de mis decisiones las que laudaron mis idas y vueltas de este lugar. Las cicatrices en mis piernas y brazos, mis consumos problemáticos, la depresión… porque, quizá, sea aún más complejo y demediado estar con vida: sostener la vida en el capitalismo tardío del corto siglo veintiuno, que abogar por la muerte. Mas sólo el miedo nos detiene a sucumbir ante la inexorable realidad de la propuesta que la dueña del Hades tiene para nosotros: la incertidumbre del no sentir, del no amar, del no expresar. Y con ello, la sensación de injusticia que se nos escapa de las manos con tan solo una bocanada de aire límpido.
“Ramírez”, exclamó el doctor. Lo demás solo fueron sonidos sinuosos, enrevesados y confusos. Casi como si el espacio se llenara de agua por completo y, de pronto, todo mundo comenzara a desfigurarse el rostro con sus propios sentidos. Fue entonces que colapsé por la ubicuidad de la estructura del vacío que desoló mi corazón.
Sin cavilar me observé recostado en un espacio aséptico y empecé a sentir, entre mis extremidades, la holgura de un cosquilleo, entre pequeñas dosis de dolor, que comenzaba a dormir todo mi cuerpo. Semi desvanecido seguía temiendo por nunca más olfatear el petricor, observar el anaranjado atardecer que vence al sol y, mucho menos, besar con pasión a un amor adolescente.
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Elías Brizuela
Escritor, periodista y fotógrafo. 28. Me dedico a la comunicación pero escribo por la necesidad de mi alma por contar las otras historias, los otros sentimientos.
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