Amarle es como quedarse sin aire en lo alto de un acantilado. Hay un vértigo que aturde, un instante tan puro y enorme que parece que el mundo late al mismo compás. En esos días brillantes, su sonrisa no es un reto, sino un sol que lo desarma y lo vuelve a armar. Se olvida de quién es, se entrega sin pensarlo, y se convence, con una fe frágil y enorme, de que esta vez el golpe no va a llegar.
Pero toda claridad hace sombra.
Y el golpe siempre termina llegando. No con ruido, sino con un silencio que duele más que un grito. Es el distanciamiento en una mirada, la palabra cortante que encuentra la herida que ya existía. La misma piel que ayer fue consuelo, hoy se siente como un lugar extraño. Se encierra, más rápido de lo que se abrió, guardando los pedazos de una felicidad que ahora le sabe a engaño.
Duele distinto esta vez. No es un corte limpio, sino el quebranto de algo que nunca estuvo bien sujeto. Es la vergüenza de haber confiado otra vez, el enojo mudo contra sí mismo por haber abierto la puerta de un lugar que juró mantener a salvo. Cuando lo miran, ya no se entiende si es orgullo, dolor o solo curiosidad por ver hasta dónde puede llegar.
Las noches se llenan de ruidos que no suenan. De la repetición de sus propias palabras, pidiendo algo que nunca debió pedir. Del recuerdo de una mano que ya no está. Se jura que es la última vez, que no va a soportar otra caída. Se protege con el silencio y la lejanía, prometiéndose que no va a volver a pasar.
Hasta que un gesto mínimo lo cambia todo. Un detalle inesperado, una media palabra que suena sincera. E ingenuo de necesidad, olvida el dolor y solo recuerda la intensidad. Entreabre la puerta, solo un poco, pero basta. Siempre terminan entrando.
Es un ciclo sin sentido que se repite. Una entrega que parece una decisión. Porque en el fondo, se prefiere el miedo a caer otra vez que la soledad de un mundo donde el otro no está. Se prefiere la herida abierta a la cicatriz que no siente nada. Se prefiere el fuego que lastima al vacío del frío.
Amarle es la herida que eligió. La única que hace que el corazón lata fuerte, incluso cuando es para sufrir.
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