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Anatomía de una casa

juliana

Sep 30, 2024

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Anatomía de una casa
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Los golpes de mis sienes palpitando fueron lo primero que sentí al tomar consciencia una vez despierto. Luego de un par de minutos de confusión pude percatarme de que era hora del amanecer, sin embargo, no había rastro de sol en ningún rincón de la calle.

Con suspiros pesados me incorporé en el colchón hundido, haciendo rechinar el esqueleto de la cama. Me cubría una lentitud y un frío avasallante, como si la muerte de mitad de año hubiese hechizado al tiempo y el aire. Con pesadez llegué a la planta baja y arrastrando los pies por el pasilllo me encontré con la cocina, donde puse agua a hervir para tomar un mate cocido.

Las paredes de un amarillo apagado me daban una impresión de fotografía nostálgica, provocando un sentimiento de parálisis en un retrato, estaba atrapado en una película en pausa. La pava chilló, preparé la infusión y la apoyé con lentitud en la mesa ratona. A pesar de mi precaución y debido a los temblores, no pude evitar que unas gotas cayeran en el mantel pálido con puntillas que mi Isabel había cosido. Cerré los ojos y arrugué el ceño, pero la puteada nunca llegó.

Miré hacia el rincón de siempre. Las hormigas nuevamente construyeron su montañita de tierra robada de los cimientos de la casa con una rapidez impecable, casi parecía una suerte de desafío y burla hacia mí, que había pasado la escoba el día anterior. Con hartazgo me encargué de deshacerla y las hormigas comenzaron a expandirse como aureolas en el agua tras un impacto, totalmente desorientadas y sin rumbo.

Cada día lo hacen más rápido, cada vez limpio con más frecuencia. Luciana no me cree, dice que estoy en una guerra constante con un enemigo imaginario “¿Cómo van a juntar tierra sólo para joderte a vos, papá? Debe ser que está por llover, poneles veneno.”

Tardaba en despertar el sol tímido, que se atrevía una vez más a aparecerse e intentar irradiar luz por el máximo tiempo que el junio crudo se lo permita, el invierno asesina al día pronto. Era sólo eso, luz. La calidez no llegaba nunca y yo podía como mis articulaciones se quedaban pegadas unas a las otras bajo una capa de hielo, por lo que moverme dolía más de lo habitual.

Subí las escaleras con el doble del esfuerzo que media hora antes había empleado para bajar al comedor, el hastío era tal que imaginaba los escalones transformados en manos, sujetando mis tobillos en un intento de no permitirme avanzar. La madera gemía bajo mis pies, la casa gritaba y en mi soledad me gustaba pensar que era mi única conversación. Algunos días a la semana, Luciana podía abrirse espacio en su vida agitada para venir a verme, pero nuestras conversaciones eran llanas y rutinarias, vacías. El resto de días era sólo mi sombra la que vagaba por una casa tan grande que obligaba a subir y bajar escaleras a mis piernas cansadas.

Caminé por el dormitorio arreglándome para el día atareado que me acechaba, procuré dejar la cama tendida y mis pertenencias prolijamente acomodadas sobre la mesa de luz. Solía acomodar en fila los frascos de pastillas de modo que su ubicación fuera la del órden en el que las debía tomar a lo largo del día. Antes de ponerme los mocasines sentí entre los dedos de los pies una diminuta molestia y con una bronca casi resignada miré hacia el suelo sólo para encontrar un caminito de tierra que me guiaba a otra montañita, pensé en barrerla luego.

La fila para hacer un trámite llegaba a dar la vuelta a la esquina. Yo, que siempre fuí un hombre puntual y llegué unas preocupadas dos horas antes del inicio de atención, quedé a mitad de cuadra.

La señorita me atendió de manera cordial, tenía una sonrisa torcida delineada por un labial rojo brillante y el cabello enrulado le llegaba hasta los hombros. Me hizo unas preguntas que no logré discernir entre necesarias para mi pedido y una forma sutil de deshacerse de mí. Casi nunca entendía lo que me decían los hombres de traje prolijo y rostro de madera. Todos me hablaban con una parsimonia irritante, yo trataba de hablarles de la misma manera mientras sacudía mi camisa con nerviosismo, como si fuera humillante estar desesperado por algo que a ellos no les parecía urgente.

Luciana me buscó en su auto, el camino a casa fue breve y silencioso. Parecía fuera de sí. Su mirada estaba fija en algo alejado de nosotros, de los limoneros que contornean la calle, lejos de la ciudad, de ese día.

— ¿Qué te dijeron? — Su voz sonaba inerte y carente de expresión, ajena a ella. Miraba al frente pero no veía, le avisé un par de veces que el semáforo dio luz verde pero no la salvé de los bocinazos.

— Que me llamarían en cuanto tengan noticias, que los excede… que están haciendo lo que pueden con todos los reclamos similares.

— Entonces no te dijeron nada. 

La conversación terminó, sólo se escuchaba el sonido del pinito aromatizante que colgaba del techo que se agitaba con el movimiento del vehículo.

Desvié la mirada que hasta ahora había llevado clavada en la vereda y sobre la guantera descubrí unos puntitos negros. ¡Era tierra! No era la tierra polvorienta que se levanta en nubes en los trayectos por las calles no pavimentadas y se tiende como un manto claro sobre las superficies, era tierra en granitos gruesos y oscuros, la tierra que brotaba en cada rincón de mi casa, esa tierra. No dije nada, tenía cansada a Luciana con el tema.

Al llegar, el sonido de sus tacos chocando contra el suelo delató cómo se perdía en el interior de la casa y yo me encargué de calentar en la olla los restos del almuerzo del día anterior.

— El pasillo está lleno de montañitas, papá… No pusiste veneno. Te van a hundir la casa. 

Para cuando la comida estuvo lista, Luciana hizo su aparición en el comedor, preparó la mesa y nos sentamos, aunque sólo yo comía. Ella abría y cerraba la boca con el tenedor vacío en la mano, buscando la manera de decirlo y evitar el choque, yo lo sabía y agitaba la pierna en espera mientras me llevaba las cucharadas de guiso a la boca sin dejarme respirar. La pierna se me terminó acalambrando y el hormigueo doloroso no tardó en expandirse.

— Me llamaron de Uruguay. Tenés que decidir qué harás, no te van a esperar más.

Paré en seco y un ataque de tos me aprisionó el pecho, la garganta me picaba y sentía la boca embarrada. Como si hechizado hubiera estado, no sentí los granos de tierra intrusos en la comida que ahora, despierto, podía degustar con claridad. 

Asqueado escupí en una servilleta en busca de alivio, sólo para que lo peor aconteciera. El calambre me dejó inmóvil y ahora la tierra no era ingerida por mí, sino que brotaba de mi garganta cada vez ahogándome más. La voz de Luciana era algo que podía escuchar distorsionada a metros de distancia, llegando a mí con minutos de diferencia en un eco lejano.

— Te van a hundir… ¿Hace cuánto no barrés?

juliana

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