Adiós, dijiste,
como si tus labios no hubieran explorado mi carne
con la delicadeza de una navaja.
Te fuiste sin cerrar la puerta,
y ahora el viento arrastra latas, jeringas y gatos heridos
que duermen en mi colchón manchado.
El amor es eso,
una promesa hecha en una noche de éxtasis
que al amanecer
ya huele a mentira.
Te recuerdo inclinada sobre mí,
como una virgen impura rezando su propio nombre,
y yo,
ciego de química y hambre,
te confundí con la salvación.
Que farsa.
Tu perfume barato aún flota en mi remera rota,
como un ángel que olvidó el camino al infierno.
Querías consejos, decías.
Yo no era sabio, pero dolía mejor que otros.
Mis manos temblaban por abstinencia,
no por amor.
Mi semen mezclado con lágrimas
fue tu catecismo secreto.
Me llamaste profeta,
y después me dejaste solo,
con fiebre, sin papel higiénico
y un poema a medio escribir.
Ahora estás en Instagram.
Tu feed huele a brunch y a ironía.
Tus pezones aparecen censurados
bajo frases que fingen empoderamiento,
pero yo sé que llorás
cuando nadie da “me gusta” en tus fotos.
Yo también lloro,
pero por razones más estéticas:
las putas ya no hablan de libros,
y mis venas se cansaron de buscar algo puro.
Decían que era amor,
pero fue un experimento social con cuerpos ajenos.
Yo creí en vos
como otros creen en la democracia.
Hoy camino por calle Brickman,
aunque nunca estuve en Liverpool.
Todo barrio tiene su miseria con nombre inglés,
su prostíbulo de lujo,
su dealer con corbata.
Estoy infectado, sí.
Por vos, por mí, por todos los que se enamoran.
El virus del amor moderno
no se cura con retrovirales:
se duerme en camas sucias,
se canta en karaokes a las 4 am,
y se entierra en poemas que nadie leerá.

Giovanni Battista Manassero
Escribo para encontrar lo extraordinario en lo cotidiano, entre el absurdo, la nostalgia y el mate bien amargo.
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