Caía la noche cuando lo oí gritar.
La culpa penetra primero en el tímpano, me susurraron en forma de consejo una vez, advirtiéndome lo inevitable. Intente hacerme la boluda y tomarlo como una confusión, aunque no había lugar a duda,
era un gato llamando a mi puerta.
De ninguna manera creo que me haya buscado, pero de todas formas se había encontrado con mi vicio a la indiferencia.
Me invadió el terror camuflado en la curiosidad. No se si te quiero aquí,
no se si quiero. Me repetí fugaz, ordenando y archivando la duda, lejos, en el fondo de mi memoria.
Porque esto si sé: ambos en algún momento partiremos.
Pero igual vamos en una carrera directo al choque: la primera caricia, el primer acto de amor.
Siempre creí que la indiferencia de los gatos era sabia, pero es puro instinto. No conocen la palabra, no conocen la muerte, la ignoran, y deambulan sin destino. No somos el lugar a donde llegan, no somos una parada, tal vez si un servicio. Somos lo que nunca ha sido nombrado en su lenguaje,que en repetidas ocaciones expresa taladrante insatisfacción.
Y así terminaré siempre luchando por aunque sea una mirada, por si las dudas,
en alguna de esas, quede algo de mí en él.
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