Hacer la cama.
Hacer el amor.
Dos intentos de ordenar lo que no quiere orden.
De alisar el pliegue del deseo,
de darle forma a lo que solo existe cuando se desborda.
Pero la cama ya está hecha cuando nacemos.
Nos acuestan sobre la idea del amor,
sobre promesas que después tratamos de cumplir con el cuerpo.
Y, sin embargo, cada encuentro las reescribe.
Cada arruga nueva es una manera distinta de empezar.
Por eso me gustan las camas deshechas.
Tienen memoria,
como si el cuerpo guardara ahí su manera de entender el mundo.
En ellas no hay guion,
solo el impulso de dos personas que se buscan sin saber por qué,
y se encuentran igual.
Las camas deshechas no mienten.
Sus pliegues hablan del intento,
del coraje de sentir sin medida.
Y en ese desorden hay algo sagrado,
una forma de verdad que no necesita palabras.
Quizás deshacer el amor sea volver a hacerlo de otra manera.
Más real.
Más suave.
Más consciente.
Ahí donde el deseo deja de ser herida y se vuelve huella.
Porque lo deshecho no siempre es pérdida.
A veces es el principio de algo más honesto:
una ternura que no pretende corregir,
una calma que llega después del temblor.
Y pienso que, al final,
toda cama deshecha guarda un gesto de esperanza:
el de volver a intentarlo,
aunque sepamos que nunca se hace igual.
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