Me desperté atrapada entre barrotes. La celda está fría, sucia y húmeda. La cabeza me da vueltas y no recuerdo quién soy, de dónde vengo ni hacia dónde voy. No hay voces externas, solo internas, me hablan, susurran, murmuran y gritan, me dejan exhausta. No hay agua, ni comida, ni salida. Estoy atrapada entre muros y hierro, incapaz de salir, incapaz de pedir auxilio, incapaz de oír, incapaz de todo.
Tengo miedo, de todo, de quién soy, qué hice, qué puedo llegar a hacer o a qué me condenaron injustamente. Mi mente está en blanco, no recuerdo nada, los recuerdos se esfumaron y solo existe un gran vacío en mi cabeza. Ni siquiera recuerdo cómo me veo, cómo es el reflejo que me devuelve el espejo, de qué edad parezco, si tengo una forma particular de moverme, si trato o no de seguir la moda, si tengo una personalidad que me defina como una persona distinta de otra. Me siento parásito de un cuerpo, sin saber su historia, sus cicatrices, su suavidad. No me siento alguien en específico, solo soy una mente vacía usurpando un cuerpo.
Escucho pasos que parecen vacilar en el pasillo distante, suenan pasos pesados por un pasado pisado, “Quien pisa su pasado, lo carga eternamente…”: Leo Crove, antiguo amigo. ¿Por qué lo sé
Intento hablar, escuchar las palabras que salen de mis labios pero soy incapaz. Los sonidos se mezclan en un entramado de dolor, silencio, caos, tristeza, pensamientos al azar y gritos. ¿Grito yo, gritan las voces dentro de mi cabeza, grita alguien afuera o gritamos todos?
Alguien me pisa. Alguien no. Algo. Algo invisible. Algo invisible me pisa y me saca el aire de los pulmones, me drena de energía. Tuerzo el cuello de forma anormal para ver a mi atacante invisible, invisible a mis ojos y sensible ante el tacto, un tacto brusco que ejerce una presión desafiante con la que me estruja contra el piso.
¿Sí me ve? ¿O me pisa como quien camina por la acera?
“Déjate llevar” susurra una voz, de adentro o afuera o ambas o ninguna. Me estremezco involuntariamente y dejo caer la frente para adelante. Estoy paralizada de pies a cabeza y me dejo llevar por la presión que me libera del aire opresor de los pulmones, me libera del mal de mi pasado inexistente, me libera de la vida que no decidí tener, me libera de una prisión que consume hasta lo más recóndito de mi ser.
Me desmayé, no sé por cuanto. El tiempo está estático, no se mueve, no se deja percibir. Miro hacia los lados. Solo hierro, frío y lágrimas, pero esas son mías, no del paisaje.
Escucho voces. Susurran en todos los idiomas y lenguajes existentes, todos dicen los mismo: vas a morir. ¿Cómo lo sé? Porque es la voz de la muerte, está aquí para guiar mi alma. Pero la muerte no apresura su paso, saborea cada instante de incertidumbre tortuosa, espera a que me consuma para luego llevarme. A la muerte le gusta jugar.
Quiero que termine. No puedo vivir sin saber qué hice, quién soy, qué me gusta, qué odio o por qué estoy aquí. Hablo con la muerte, le propongo un trato. La cautivadora de almas se acerca a mi, traslucida, pero la siento a mi lado, sujeta su guadaña con sus dedos escabrosos.
—Juguemos un juego. Tú me sacas de este lugar y me llevas a donde tengo que estar y yo me convertiré en tu servidora.
La muerte asiente con inocencia de niño. Un filo delicado me atraviesa y me libera, no siento más opresión o dolor, solo vuelvo a ser yo.
Una luz enardecedora me despierta. Estoy en un hospital. Los doctores murmullan y mi cabeza está por estallar. Todos quieren saber cómo lo hice, como si dependiera de mi volver del limbo. Me hacen miles de estudios, aquí y allá, salgo en los diarios, soy noticia, todos se alegran de mi vuelta a la vida, como si me conocieran.
Los días pasan y nadie me visita, no me reconozco, sigo sin saber quién soy ni cuál es mi lugar en el mundo. Un día alguien llega, estiro la cabeza y lo veo parado en la puerta. Leo Crove. Mi antiguo amigo me espera con un ramo de flores y unos globos. Lo veo y recuerdo. Me recuerdo. Sé quien soy y porqué estoy en el hospital, solo me falta un ínfimo detalle… ¿qué hice para que él me asesinara?
No reacciono al instante, se acerca a mi y me abraza. Tengo miedo. Él trató de matarme y lo consiguió pero la muerte y yo tenemos un trato, sigo con vida hasta que cumpla mi palabra.
—¿Por qué me mataste? — las palabras fluyen solas, como un río áspero que raspa mi garganta.
—¿De qué estás hablando? Creo que estás alucinando — su voz es cautivante, manipuladora y seductora.
Me toma por delirante. Él es el asesino y yo su presa. Los doctores escuchan nuestra discusión y me suministran algo que me quema, me destruye las venas hasta que caigo rendida ante la tiranía de la mentira. Leo Crove me mató, Leo Crove es mi amigo, Leo Crove es un asesino.
Vuelvo a despertar entre barrotes, la celda fría me espera y me acobija, estoy más a salvo en el limbo que en la vida. La muerte me visita y se burla con inocencia, me dice quién es mi siguiente presa. Subo la vista y la miro a los ojos, vacíos como el más allá, oscuros como el infierno y serenos como la paz. Tengo que matar a quien me mató, ojo por ojo y el mundo terminará ciego, ojo por ojo y estaremos donde merecemos.
—No soy una asesina.
—¿Segura? Porque intentaste matarlo.
Es cierto. Lo recuerdo, el cuchillo entre mis manos, su sangre acariciando mi piel, su mirada fundida en pánico. Lo quise matar por defensa pero se convirtió en un juego de supervivencia, quien ríe a lo ultimo ríe para siempre.
El hospital es aterrador, blanco y sangre por doquier, gritos y llanto de familiares perdidos. Leo Crove me espera sentado en una silla, me mira con malicia, planeando su siguiente acto.
—Hasta incluso la muerte te rechaza.
Asentí convincente, como una gacela a punto de matar. No huiría, era tiempo de terminar lo que empezó. Entre gritos, manotazos y golpes un ruido resonó, seco, ensordecedor, retumbó hasta mi corazón. Su mirada perdida y el cuchillo que atravesó grácilmente mi estómago. Ojo por ojo y ambos morimos, ojo por ojo y el mundo se libra de dos asesinos.
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