El viernes te vi, y sentí que la vida se me escapaba. La ansiedad me invadía sin clemencia, las manos me sudaban, y esa excusa tan trillada de "ir a buscar mis cosas" se convertía en un abismo. El "te amo" pugnaba en mi garganta, punzante y agridulce, haciéndome dudar.
¿Debía cruzar el umbral de lo que una vez fue mi hogar, o hundirme en el olvido, entre recuerdos que aún vibraban en cada rincón de mi mente, rogando al universo por una amnesia divina?
La puerta se abrió con un chirrido torpe que me revolvió el estómago: él también estaba nervioso. Besé su mejilla, un gesto automático, casi ajeno, como si mis labios no reconocieran esa piel, como si estuviera cometiendo una traición. Una traición a mí misma, a nosotros, a lo que fuimos.
Cual animal al matadero, ansiaba que el intercambio de pertenencias fuera fugaz. Quería sentir lo menos posible, mis heridas aún eran grietas abiertas, apenas comenzando a cicatrizar. Sin embargo, la conversación, forzada al principio, fluyó con una naturalidad desarmante, y eso, paradójicamente, me hizo sentir aún peor. Porque la conexión, esa chispa innegable, seguía ahí. Vibraba en cada palabra, en cada sonrisa espontánea, en el brillo cristalino de sus ojos.
De la banalidad cotidiana, la charla buscó, como el caudal de un río que vuelve a su cauce original, aquellos lugares que preferiría evitar. Nos arrastró a la inevitable verdad: ya no éramos "nosotros". Solo éramos "tú" y "yo". Hablamos del final, de las causas, de los malos entendidos, del enojo, de la pena, de la frustración. Y, finalmente, de la aceptación. Pero, ¿por qué un desenlace tan lógico, tan "sano", se sentía tan amargo?
Este era el cliché de película, el que dictaba que la verdadera historia de amor era encontrarse a uno mismo. Entonces, ¿por qué, después de todo, me sigue sabiendo a derrota?
La respuesta es sencilla: yo te quería a ti. Con tu humor de anciano mañoso, con tu visión peculiar del mundo, con tu forma única de procesar el caos a tu alrededor, con tus gustos excéntricos en música y sabores. Yo te quería a ti.
Pero tú no me querías a mí, me amabas; sí. Eso quedó grabado en cada palabra que pronunciaste, en la confesión de que aún sentías amor, en el quiebre de tu voz y las lágrimas que derramaste frente a mí. Y lo agradezco, no por la satisfacción del dolor ajeno, sino porque, por un instante, me sentí viva al saber que alguien podía conmoverse así por mí.
Pero, de nuevo, nada de eso tiene sentido si no me querías a mí.
Porque quererme a mí no se refiere al sentimiento mismo, es quererme en el aquí y ahora. Y tú, que te lamentabas, no me querías en el aquí y ahora. Podríamos pasar días enteros reflexionando sobre lo dicotómico que es amar a alguien, pero no quererlo... no aún. Y si bien, desde mi cosmovisión de las relaciones lo entiendo, ese día no quería hacerlo: no en mi relación.
Y así, después de desenredar nudos que llevábamos meses arrastrando, nos quedamos con algo parecido a la paz. Pero no esa paz serena que deja el cierre, sino una paz que arde. Porque ahora, con el corazón más libre que nunca, sentí el fuego. Un fuego que no quemaba por rabia ni tristeza, sino por verdad.
La verdad, esa que siempre libera, me dejó desnuda en oxígeno. Demasiado. Como si respirar de golpe después de años bajo el agua también doliera.
Caminamos juntos hasta el auto. Nos despedimos con un beso suave, de esos que pesan más por lo que callan que por lo que dan. Nos susurramos que nos ibamos a extrañar... y luego, silencio.
Un silencio que no hizo eco afuera, sino adentro. Donde todo, sin quererlo, seguía ardiendo.

Invierno Cálido
Hola, solo quería un espacio para desahogarme y leer a más personas en la misma sintonía. Somos yo y mi cabeza.
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