Amanecer a destiempo
Parte primera, De la pasión del padecer
¿Qué distingue al amor de otras pasiones? Hay un árbol en mitad de un patio amplio, uno que estuvo ahí siempre, en el mismo punto del mismo patio. El árbol ha estado solo mucho tiempo, casi toda su vida, casi dos vidas humanas. Nunca hubo grandes diversiones en aquel patio único, tan establemente estático. Apenas el viento, el tiempo y las hojas del árbol que inevitablemente caen.
El árbol nunca tuvo mucho por mirar más que los pedazos rotos de sí. Nunca vio el gran mar, ni el romper de una ola, ni el correr de un río. Siquiera supo del correr del río alguna vez. Apenas sabía de la lluvia, del pasto, de las partes de su cuerpo caídas sobre el pasto por la lluvia.
Llovía con granizo; el árbol lloraba. Pensó que era su propio llanto quien debía estar haciendo llover. No podía ser de otra manera. Caían piedras a su alrededor, algunas también sobre sí, caían más hojas y el viento, el tan despiadado viento…
Una de aquellas piedras arañó su corteza; hizo una herida. El árbol dolía y lloraba o lloraba y dolía. Savia salía de sí: intentaba sanar mientras todavía lloraba, mientras todavía llovía. ¿Sería cosa cierta esa de que el dolor pasara? No pocas veces despertó preguntándose aquello. ¿Qué distingue a la verdad de otras mentiras? O al error de la certeza, o a la razón de la locura, o a estas preguntas de otras…
Las nubes pasaron, los soles. Su herida sanó, mas no borró, su savia, todo: el recuerdo cicatriza más lento que la piel, notó. Después de sanar, las estaciones seguían sucediéndose unas a otras. Vibraba su follaje más verde en unas, perdía todo su cuerpo en otras. Todas tenían algo que decirle, algo que contarle; todas le daban algo por querer, por amar. Todas, también, le dejaban pasionales padeceres.
¿Qué distingue a la pasión del padecer? Al parecer, muy poco, pensó más de una vez. La primavera, por ejemplo, primavera por él tan querida, albergaba en ella tanto verde como descuidaba tristezas; toda herida parecía curar en esta época, mas no por eso padecía menos: dentro suyo, el árbol seguía llorando sus olvidos, sus pérdidas, sus hojas caídas. Durante el verano, el sol que alimentaba su más vivo amor también secaba sus placeres más afables. Cada otoño prometía no volver a enamorarse, culpa de no encontrar cómo sanar hojas caídas: se ocupaba de que ninguna flor presente o venidera le causase misterio, que ninguna hoja le generase apego, que ningún sol, por más único que este fuese… Fue una vez adentrado en lo más hondo del invierno que, ya con su cuerpo despojado de otra vida, habían quedado al descubierto casi todas sus heridas, las más externas: marcas de cada día de lluvia, cada gota de viento, cada parte de aquel ser granizante que golpeó su tronco, que quebró sus ramas.
No solo sentía tristeza; se sentía triste, todo sí hecho heridas, cicatrices, padeceres, todo sí sin una sola hoja que le hiciese compañía, sin una sola compañía. Una noche, una de pocas nubes y llovizna tenue, lloraba el árbol al pensar y ver a su redor las pocas que quedaban de las hojas amarilladas que una vez fueron parte suya, los amores que murieron debajo de él, los que fueron él antes de empezar a morir, los que el viento no le deja ver. Ya no hubo a quién apegarse. Solo la esperanza de una primavera próxima le dejaba pensar en un volver a querer, a quererse. Se prometía no amar de más, no enredarse en locas pasiones, no perderse ante el primer indicio de verano o decepción. Porque cuánto hay entre amor y decepción, se preguntaba cada vez, sin saber y sin querer responderse. Hoy ya no quedan más hojas; hoy, todo cúmulo de cicatrizante savia está al descubierto pleno, y él sintiendo tan plenamente tanto vacío.
Lloraba el árbol en mitad de un patio amplio, viendo morir a lo que fueron sus amores. Se siente vacío. Pero, ¿qué es estar vacío? Se pregunta como consolándose, evitando a toda costa cualquier respuesta posible. El amor, qué decepción el amor, se dice, como ajenizando aquel agónico placer de otra época, como haciendo de su vacío una ausencia, de la ausencia una pérdida, de la pérdida un dolor efímero y solamente eso. Si el vacío es vacío, con cualquier cosa debe poder llenarse, pensó alguna vez, no sin arrepentirse casi inmediatamente.
Lloraba el árbol mirando a su redor, mientras la lluvia cedía, cesaba. No sé decir qué de las nubes. Deduzco que también habrán dejado para luego su existir. Era de noche, estoy seguro. Lo estoy porque vi al árbol mirar a la luna hasta muy tarde, sin hacer otra cosa más que mirarla. Siquiera el viento era capaz de mover su mirar, pese a ser tanto y sus ramas crepitando. Creo vi amor en su mirada, mas no me atrevería a decirlo con seguridad plena -es probable solo haya visto lo que quise ver-, mas casi quiero asegurar lo mucho que la amaba con mirarle. Pude ver en su olvido a los inviernos, noté cómo dejó de recordar sus cicatrices y hasta la pérdida de todo su follaje -antes la razón de tanta tristeza- ahora le permitía ver lo que por tantos años -tantas vidas- solo había ignorado. El amor estaba sobre sí, siempre había estado ahí, esperándole, haciéndole compañía.
Había luna llena aquella noche. Los días que sucedieron a este vi a aquel árbol esperar impaciente la huida del sol para contemplar, al fin, así, lleno de admiración, una luna que comenzaba a menguar. ¡Qué gran decepción sintió varias noches después, cuando no pudo verla! No había nubes. Antes de esta noche, incluso en las más nubladas del invierno le había bastado con divisar su aureola blanquecina emblanqueciendo a nubes negras que pasaban frente a ella, le bastaba saber que estaba ahí aunque no pudiese verla enteramente, le bastó saberla ahí para sentir su compañía. Sin embargo, hoy, sin nubes, no pudo verla. Algunas de sus hojas comenzaban a brotar, señal de un nuevo cambio, un nuevo principio, otro final presupuesto. Tardó varias noches la luna en volver a mostrar un hilo. ¡Cuánto amor pude ver en lo verde de aquel árbol contemplándola! Cuánto dolor parecía haber olvido.
Aclamó veranos cuando se vio enamorándose. Murió cada una de sus hojas el otoño. Lloró otros inviernos más tarde. Brotó primavera con gran fuerza cada vez.
Para el árbol, solo una cosa era trascendental: sentir el calor de la luna en la noche, dedicarle cada una de sus hojas, llorar con su blanco cuidándole, volver a nacer bajo su luz y compañía.
Parte segunda, en esta diaria intimidad que no digo
Ayer me fui a dormir cansado o, más que cansado, abatido. Recuerdo claramente qué fue lo último que pensé. Imaginé mi despertarme en base a dos o tres variables: que producir limpieza que diese cariño, que producir trabajo que diese alimento, que producir ideas que diesen otra versión de lo último. Hoy, solo una cosa doy por sentada: todas las versiones de mi hoy se trataban de olvidarte o, por lo menos, de evitar pensarte.
Después, al despertar, la mañana se me llenó de preguntas. Quise escribir (versión no presagiada en la noche anterior), escribir sin razón más que la del propio acto de escribir. Y escribí, con abrumante bruma en torno a mí, escribí. No hace falta morir para perecer, pensé luego.
Quise leer, pero no pude más que un par de páginas incomprendidas. ¿Cuántas líneas pueden decir tu nombre sin que aparezcan sus letras en orden? Se habla de valor y yo pienso no tuve; se dice franqueza y respondo, callado, te amo.
¿Qué verso será el último que diré antes de morir? Pregunto, menos por preguntar que por cambiar de tema, claro. ¿Por qué será que me miento? ¿Cuándo dejaré de evitar descubrirme?
Ya no escribo al amor, pensaba ayer, camino a verte. ¿Cuándo habré dejado de escribirlo? Pregunté. ¿Habrá sido decisión tomada o simple cosa del destino o de la vida? Influencia de otra voz que me habrá dicho cosa parecida a escribir lo distinto, quizá. ¿Cuánto de lo que pienso será mío? ¿Habrá algo que lo sea?
Próximo mi gesto a la camisa.
Respiro los rezagos de nuestro último abrazo, el deje de perfume que dejaste. Vuelvo al libro para no escribir poema. Leo cuatro párrafos y, en mitad de uno que ha de ser el quinto, el teclado en mis dedos. ¿Será que alguna de mis decisión es mía?
Dicen que el amor es la muerte del enamoramiento, que el segundo pasa primero y el primero viene después, que el primero (el amor) mata y el segundo (el otro) muere dando vida. ¿Cuál será el que me hace sentir que con mi amor me muero, entonces?
Te amo, ¿verdad? Me refiero: de verdad te amo, ¿no? “Si duele es que es amor real” escuché o leí, incrédulo, alguna vez o más de una. Mas cómo ha de ser posible que te ame tanto, que me queme tanto este dolor.
No es el amor lo que te duele, me digo, es su decepcionarte no atreverte a decirlo, quizá. Mas noto duda en mi decir. Quizá porque cada vez que lo he dicho, cada párrafo que termina en te amo, temo tanto…
El café probablemente ya esté frío; no intenté volver a probarlo. ¿Pasará lo mismo con aquello en mí que verdaderamente ama?
Me engañan los sentidos, me mienten, me dejan sin respuesta ni palabra. Ya no leo. El libro al lado mío, pero ya no leo. ¿Será el temor la razón que de todo me priva?
No me he levantado de la cama aún. ¿Cuántas palabras habré dicho ya? ¿Cuántas verdades habré ficcionado? ¿Cuántas mentiras me habré creído, aun sabiendo, en el fondo, la verdad contraria? ¿Cuántas preguntas que no dejarán respuesta alguna…
Esto no es un diario íntimo. Esto no es nada, por más cotidiano o íntimo que sea. De serlo, viviría para siempre como parte de mí. Sin embargo, esto, quizá dentro de poco, ya no será. Quizá antes de llegar la tarde habré borrado u olvidado. ¿Qué diferencia habrá entre lo uno y lo otro? Si lo único que prevalece es tu abrazo, la camisa que no me saco, mis dedos y un teclado ya sin letras por nombrar.
charlie
escribo. digo cosas. las cosas que no hablo. los silencios que me guardo. los gritos que no toco.
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