El Alma Viva y el Modelo Que Se Devora a Sí Mismo
Fútbol, política y la necesidad urgente de dudar. Una carta al poder, desde las tribunas.por Mua
Capítulo 1: El alma que gritaEl alma viva, por naturaleza, grita.
Se enoja, se ofende, se frustra, intenta pronunciarse. No puede mantenerse neutral ante el derrumbe de lo que alguna vez creyó justo. El alma viva no sabe quedarse callada cuando ve que todo se pudre por dentro.
Y sin embargo, vivimos en un tiempo donde pronunciarse parece un delito.
Decir lo que uno piensa, mostrar descontento, cuestionar los resultados de aquellos a quienes se les entregó el poder —ya sea en la política, el deporte o la vida cotidiana— se vuelve rápidamente un acto sospechoso. Uno ya no sabe si está hablando desde sí mismo o si, sin quererlo, está reforzando el relato de “el otro bando”.
Todo parece reducido a eso: bandos.
Y lo entiendo. El ser humano busca atajos mentales para no pensar tanto. Para no morderse la cola con la contradicción. Para no quedar solo.
A veces, incluso sentimos que tenemos ideales propios… pero no los tocamos, no los interrogamos, porque sabemos que están llenos de parches que no nos pertenecen.
Ideales heredados, contaminados, sobrealimentados por un clima social que no busca verdad, sino pertenencia.
Lo que hoy veo, lo que me atraviesa, no es solo una derrota deportiva ni una decepción política.
Es algo más profundo: es ver cómo se va apagando la posibilidad de gritar.
Cómo se sanciona la queja. Cómo se vigila al que protesta. Cómo se transforma al hincha, al ciudadano, al ser humano, en un consumidor pasivo de decisiones tomadas por otros.
Y aún así, algo adentro sigue queriendo rebelarse.
Mi alma, por ejemplo, no quiere ser ni libertaria ni peronista, ni riquelmista ni anti-Riquelme.
Mi alma quiere poder sentir lo que siente, sin tener que justificarlo según el algoritmo social.
Grita, porque está viva.
Y no grita por capricho.
Grita, porque lo que se construyó con ideales —o con la promesa de ideales— se está cayendo a pedazos.
Y a veces, lo único honesto que queda por hacer… es gritar.
Boca no es solo un club.
Es un país dentro de un país.
Y lo que pasa adentro de ese mundo, tarde o temprano, empieza a reflejar lo que pasa en el afuera.
O peor: empieza a predecirlo.
En los últimos años, Boca se convirtió en una estructura cerrada, hermética, sostenida en una mística que ya no se siente en la cancha.
Un lugar donde los amigos del poder flotan sin rendir cuentas.
Donde los errores no tienen consecuencias reales.
Donde el relato de justicia social es tan fuerte que se convierte en escudo, en inmunidad.
Riquelme, una leyenda del pasado, un símbolo incuestionable para miles, hoy se transformó en el centro de una gestión que no responde.
No responde a los resultados, ni al hincha, ni al alma viva que grita.
Y cuando grita, lo callan.
Basta con ver los videos a la salida de La Bombonera.
Gente diciendo que no se puede insultar a la Comisión Directiva porque a los dos minutos aparece alguien —con una sonrisa cínica— pidiendo que te calles.
Basta con ver cómo identificaron a los hinchas que insultaron a Chiquito Romero y ahora les prometen sanciones.
Sanciones por expresar enojo.
Por decir lo que sienten.
Por gritar.
Es casi una postal de Camus en El Hombre Rebelde:
el momento exacto en que el Estado —o el poder, sea cual sea su forma— usa a sus guardianes para sofocar lo humano.
La libertad de expresión, en su forma más cruda y popular —el insulto del hincha— se volvió peligrosa.
Y no porque sea violenta.
Sino porque incomoda al poder que ya no sabe justificar sus fracasos.
En ese contexto, Boca dejó de ser un club para convertirse en una alegoría del poder mal administrado.
Jugadores eternizados en el plantel sin rendir.
Fabra, Figal, Lema, Miramón, Janson, Javier García…
y podríamos seguir y seguir.
No importa el nombre. Cambian los apellidos, pero las acciones se repiten.
La falta de exigencia, la comodidad garantizada, el blindaje mediático, el “yo banco” eterno.
No juegan, no rinden, pero siguen ahí.
¿No es eso también lo que pasa en tantas instituciones argentinas?
¿Quién los sostiene?
¿Quién los exige?
¿Quién paga los sueldos?
¿Quién puede cuestionarlos sin ser señalado?
La cancha como metáfora.
El silencio como síntoma.
El club como espejo del país.
Hay una palabra que a veces da vergüenza decir: socialismo.
Y no por lo que significa en su raíz —igualdad, justicia, comunidad— sino por lo que hicieron de ella.
Porque el problema no es el ideal.
El problema es cómo lo aplican los que se adueñan de él.
En Boca, como en tantas instituciones argentinas, el relato de la justicia social fue usado para montar una estructura de privilegio blindado.
Un sistema donde la crítica se castiga, la mediocridad se tolera, y el amiguismo reemplaza al mérito.
La bandera del pueblo terminó envuelta en contratos que nadie discute, en favores que nadie audita, en decisiones que se toman en mesas chicas con amigos de la casa.
Es el socialismo mal aplicado:
no como utopía compartida, sino como un club privado con slogans populares.
El club, igual que muchas gestiones políticas, se presenta como defensor del hincha, del humilde, del pueblo.
Pero en los hechos, facilita la vida a los suyos.
A los del entorno.
A los que no rinden, pero conocen a alguien.
A los que no juegan, pero cobran.
A los que se arrastran, pero siguen.
El hincha que putea a Javier García se gana una sanción.
El jugador que no responde hace dos años, sigue cobrando sin culpa.
¿Dónde está la justicia ahí?
Y si hablamos de justicia social, hablemos también de silencio social.
Porque todo esto se tolera en nombre del relato.
Porque criticar es hacerle “el juego a la derecha”.
Porque cuestionar es traicionar al ídolo.
Porque dudar es ponerse del lado equivocado del algoritmo.
Pero ¿y si el algoritmo está roto?
¿Y si el modelo se devora a sí mismo?
¿Y si lo que alguna vez fue una idea noble, hoy es solo una máscara que esconde zonas de confort para unos pocos?
No hay nada más triste que ver una buena intención convertirse en refugio de impunidad.
Eso no es socialismo.
Eso es marketing ideológico.
Eso es gestión sin alma.
Esa es la pregunta que se repite una y otra vez en la cabeza, después del grito, después del enojo, después de la decepción:
¿y ahora qué carajo hacemos?
Porque está claro que el modelo no funciona.
Que la estructura se oxida por dentro.
Que el relato ya no alcanza.
Y sin embargo, ahí sigue, arrastrándose, haciendo ruido, desarmándose… y arrastrándonos un poco con él.
Pero no se trata de prender fuego todo.
No se trata de cambiar por cambiar.
Se trata de reconocer con humildad que cuando algo no funciona, hay que tocarlo.
Hay que moverlo.
Hay que intervenir.
Y eso, en este país, parece pecado.
Porque decir que algo no anda es ponerse en la vereda de enfrente.
Porque señalar la decadencia es ser funcional al enemigo.
Porque pedir que se rinda cuentas es visto como traición, no como cuidado.
Pero yo no estoy en contra de nadie.
Estoy a favor de la verdad que duele, pero que limpia.
Y eso aplica tanto para el fútbol como para la política, para el Estado como para las relaciones.
Si no se rinde, si no se escucha, si no se deja cuestionar…
Entonces no es justicia. Es dogma.
Y no hay nada más peligroso que un dogma gestionando pasiones.
¿Qué se puede hacer?
Quizás lo primero sea recuperar el derecho a dudar.
A no casarse con nadie.
A no repetir eslóganes como si fueran mantras.
A no tenerle miedo a la contradicción.
Y después, con tiempo, con trabajo, con consciencia… construir otra cosa.
No una utopía. No un sistema nuevo desde cero.
Sino algo más honesto: una comunidad que sepa mirarse a los ojos y decirse la verdad.
Aunque duela.
Aunque incomode.
Aunque rompa.
Porque hay heridas que abren.
Y silencios que pudren.
Román,
No escribí todo esto para bardearte.
No me mueve el odio ni el resentimiento.
Me mueve la angustia de ver cómo algo que alguna vez nos hizo vibrar, hoy nos deja vacíos.
Y no me refiero solo al club. Me refiero a vos.
A lo que representás.
A lo que construiste.
A lo que podrías seguir construyendo… si te lo permitieras.
No tengo autoridad para decirte cómo dirigir un club.
Tampoco me interesa jugar a ser analista de fútbol o de política.
Solo soy un alma suelta que grita cuando algo duele.
Y me duele verte encerrado en una idea que ya no alcanza.
Verte sostener un modelo que se cae, solo por no querer darle la razón a los que te quieren ver caer.
Pero te digo algo desde el fondo del pecho:
dudar no te hace débil.
Dudar no es traicionar tu ideal.
Dudar no es ceder ante tus enemigos.
Dudar, Román, es crecer.
Tenés un aura única. Un peso simbólico que no se compra.
Sos parte de la historia grande de este país, aunque te pese.
Y eso te obliga a algo más que ganar elecciones o copas:
te obliga a estar despierto. A mirar. A sentir.
El mundo está girando.
La sociedad está cambiando.
El hincha ya no traga entero.
Y vos, que supiste leer el fútbol como nadie, tenés que aprender a leer también este partido nuevo, el de la gestión, el del poder, el de las almas que gritan.
No es pecado desviarse un poco.
No es rendirse.
Es entender que la línea recta a veces lleva al abismo.
Y te juro, Román, que si te permitieras soltar un poco, escuchar, revisar, ajustar,
no te van a ver más débil.
Te van a ver más humano.
Y el pueblo no necesita ídolos blindados.
Necesita líderes con alma viva.
Como alguna vez fuiste.
Como quizás aún podés ser.
Alma viva.
Ni en la tribuna ni en el palco.
En el medio, gritando.

Danilo
Danilo es mi etiqueta asignada para este turno de la existencia; en este tiempo que me toca habitar. Conciencia que usa sus herramientas para expresar descargos mas que otra cosa.
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