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    Allá va una mujer libre

    Dec 11, 2024

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    Allá va una mujer libre
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    No importaba que apenas tuviera dinero suficiente para comer, que viviera en un cuarto pequeñito y en un barrio a menudo maloliente y ruidoso: me sentía libre.

    Cuando tenía veintidós años me mudé a la ciudad de México para estudiar en la Universidad Pedagógica Nacional. No hice muchos planes cuando decidí postularme para el examen de admisión; Pensé que era poco probable ser seleccionado, pero ansiaba con todas mis fuerzas lo contrario. Cuando me aceptaron no lo dudé: tendría que comenzar a vivir sola. No conocía lo suficiente la Ciudad de México, no tenía familia ni amigos cercanos aquí, no había vivido sola nunca antes, no sabía a dónde llegaría.

    El día que lo hice, que salí de la casa de mi madre, lo que más me dolió fue despedirme temporalmente de ella. Su corazón se rompió al tener que dejar ir su hija más pequeña, y aunque claramente la idea no le agradaba, nunca me dijo que no, nunca intervino en mi decisión, ni me pidió que no lo hiciera. Cedió a pesar del dolor y la preocupación.

    Mi mamá siempre ha sido así. Desde que yo era muy chica me dió libertades que la mayoría de mis amigas no tenían. Si salía de fiesta me podía quedar en casa de mis amigas a dormir. Me permití tener novios desde joven siempre y cuando ella los conociera y mis calificaciones siguieran siendo buenas. Siempre mostró confianza en mí, en mi capacidad de tomar las mejores decisiones y hacerme cargo de las consecuencias; Ese había sido su mejor consejo. Desafortunadamente tal orientación tenía sus puntos ciegos.

    Cuando me instalé finalmente en la Ciudad de México y comencé a ir a clases, sentí lo que es ser libre. Lo sentí en todo el cuerpo, en las uñas y hasta en los cabellos. Me enamoré por completo de mi vida. No importaba que apenas tuviera dinero suficiente para comer, que viviera en un cuarto pequeñito y en un barrio a menudo maloliente y ruidoso: me sentía libre.

    Me encantaba ir a las clases y estar en esa universidad, me pareció interesante hasta salir a La Comer de Quevedo, y al llegar, cocinar alguna receta que vi en internet. Me complacía comer en los tacos baratos de la esquina y contemplar las tardes desde mi pequeña ventana. Amaba las tardes en que tomaba una pecera para ir a la Cineteca Nacional y regresaba hasta tarde solo para ponerme a leer hasta quedarme dormida. Yo, como Liliana —de quien se reconstruye parte su historia antes de su feminicidio en el libro de Rivera Garza— ansiaba y amaba mi libertad, hasta que me di cuenta que no la tenía.

    Para entonces yo tenía una relación sentimental con un chico que había conocido tres años atrás, gracias (o no tanto) a su hermana, quien me lo presentó en una fiesta a la que acudimos juntos. Era seis años mayor que yo, tenía un hijo al que veía muy poco y una adicción al alcohol (esto último lo descubriría paulatinamente).

    Para cuando me mudé ya teníamos casi dos años juntos. No pensé en terminar con él porque el plan era vernos todos los fines de semana posibles. Él parecía contento con la idea de mis estudios, estaba al pendiente de mí y no dudaba en apoyarme con dinero de vez en cuando, y aunque eso no me hacía sentir tan cómoda, no tenía muchas opciones.

    Pronto mi libertad comenzó a verso interrumpido: ataques sin sentido de celos, peleas con reclamos discretos por no estar con él, visitas inesperadas y exigencia cada vez mayor de mi tiempo y atención porque parecía que yo, en mi ansiada libertad, lo estaba olvidando.

    Él, como Ángel – el feminicida de Liliana – se volvieron más celosos que de costumbre. Y yo, como Liliana, me preocupaba que él se sintiera menos que yo, porque él no estaba haciendo lo que quería. Pero ¿yo qué culpa tenía?

    Me es difícil recordar ese año y saber la continuación de esa relación. Durante ese tiempo los celos fueron el pan de cada día. Hasta hace no mucho, en una sesión de terapia, la psicóloga me ayudó a reconocer, pero sobre todo aprendí a nombrar la violencia que sufre. Porque, increíblemente, me di cuenta que uno no cataloga como monstruoso lo que vive porque no lo sabe nombrar y se vuelve más difícil reconocerlo aunque exista la incomodidad. Cuando no se tiene una lámpara para alumbrar al monstruo, es imposible verlo en la oscuridad.

    Me sentí una posesión, un algo que le pertenecía a un alguien . Algo que era objeto de aferrarse con fuerzas a él. Lo supe entre líneas y me lo aclaró también en esos actos que se suelen catalogar como románticos. Meses después, luego de una pelea, me dedicó Every Breath You Take de The Police, esa canción horrible que dice “ Oh, ¿no puedes ver que me perteneces? ( Oh, ¿no puedes ver que tú me perteneces? ). Fue ahí que ya no me gustó ser su novia pero me tomaría todavía mucho tiempo salir de ahí.

    Hoy he vuelto a amar mi libertad, pero soy más cuidadosa. El consejo de mi madre había sido muy sabio (actuar siempre atendiendo las consecuencias de mis actos) pero comprendí que dichas consecuencias no las debo transitar sola, que debo pedir ayuda cuando no encuentro la salida.

    Ese autocuidado que aprender a cosechar ha sido un proceso ayudado y sostenido por muchos corazones, ideas y mentes: por aquellos libros que me han permitido entender mi vida con perspectiva de género, como me ha pasado con El invencible verano de Liliana. Por el tiempo y amor de mis amigas; la terapia, mis clases de género y los podcasts en los escuchar historias de otras mujeres. Todas han sido herramientas que siguen ayudando a conocerme ya conocer el mundo en el que vivo. Que me han brindado la posibilidad de nombrar aquello que no tenía un nombre, de alumbrar al monstruo y ponerle nombre. Como dijo la mamá de Liliana en su testimonio: “Siempre he creído en la libertad porque sólo en libertad podemos conocer de qué estamos hechos. La libertad no es el problema. El problema son los hombres” (Garza 289).

    Garza, Cristina Rivera (2021) El invencible verano de Liliana . Ciudad de México. Casa aleatoria.

    Anayeli Hernández

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