Un auto había entrado al área, esquivando la vía, para estacionarse en el gran terraplén que se hallaba a su lado. La diversa y preciosa paleta de colores representantes de la noche despejada había escogido un color. Esta vez era una tonalidad oscura e intensa; una a la cual no le temblaría el pulso para emular la opaca apariencia del negro carbón, si no fuese por la existencia de la luz de las estrellas. Estas, como si de un gato blanco nieve se tratase, aportaban claridad a tan sombrío y despejado ambiente. El degradado celeste no existía allí, el único elemento capaz de invocarlo era la imaginación. Las nubes no hicieron acto de presencia para decorar el cielo. Un poco más abajo, en la paleta visual, describiendo la zona más terrenal del asunto, seguía predominando la tonalidad apagada, con bellos tintes verdes incrustados en cada zona donde se pudiese incursionar la vista. Había un gran campo de pasto dejándose ondular por la fuerza de una brisa suave y templada. Acompañando a este pastizal se encontraban dos carriles en un mismo camino, con sus respectivos sentidos de ida y vuelta, y con sus fieles rieles unidas por un puente ferroviario. A primera vista, no daba ni la sensación de ser recientemente construido ni de tener más de un cuarto de siglo de antigüedad. Su estructura era similar a la de cualquier otro puente: vigas cruzándose entre sí formando muchos nudos rectos, líneas de metal ligeramente oxidadas y muchas formas simétricas que dotaban de estabilidad logística a semejante construcción. Solo se dejaba deslumbrar por accidentales reverberaciones plateadas producto de la luz del sol o de la luna. Si alguien se paraba en plena vía y veía hacia arriba desde una posición y ángulo exactos, la luna (llena en esa noche) podía encerrarse en un ancho y frío triángulo ferroviario.
Sería una sorpresa narrar que ese puente férrico se encontraba con vida; en realidad, para no dar a entender una idea biológica errónea, más que con vida, con consciencia. Consciencia, razonamiento, emociones y, sobre todo, mucho aburrimiento. Los objetos (y estructuras) como él poseían una labor sencilla: resguardar a los seres vivos, con prioridad en las personas, de tantas formas como sus rígidos o frágiles cuerpos se los permitiesen. Un cirujano realizó con éxito una cirugía porque el bisturí que utilizó puso todo de sí para conseguirlo; un tipo apurado no se cayó por las escaleras debido a que estas frenaron la velocidad de sus pies lo necesario como para que él no se resbale y se rompiera la columna vertebral; las alarmas procuran sonar incluso sin tener la batería necesaria como para estar encendidas, todo para ahorrarles imprevistos futuros a sus dueños; y así hay tantos casos disponibles como humildad en el mundo. En síntesis, cuando se le atribuye la suerte a algún tipo de milagro, siempre vienen acompañados de estos objetos, de estas vidas. Ejemplos así florecen en el día a día al mismo ritmo con el que se marchitan: múltiples árboles son talados con justificaciones banales, los celulares son rotos y deshechos al ser arrojados al suelo con ira de por medio, y los papeles, llenos de escritos, abollados porque no se ajustan a las pretensiones e ideas de sus autores. Hay pasta para demasiados dientes.
Estos trabajos (similares a cualquier labor digna) son renunciables. Si una consciencia ya no desea portar el delicado y barato cuerpo de un lente de sol, renuncia, se retira y busca un nuevo cuerpo hueco en el cuál habitar. La mala praxis objetil existe, el ejemplo más próximo ocurrió hace dos días a unos tres kilómetros de distancia del pastizal. Un semáforo —guiado o por la malicia o por la incompetencia— iluminó su lámpara roja dos segundos antes de prender su luz amarilla. El resultado sorprendió y no sorprendió a la vez: un adulto y dos infantes dentro de la camioneta fallecieron al chocar contra un camión que, para el mal de todos y gracia de este texto, transportaba más de treinta unidades de garrafas de gas en su remolque. El camionero murió prendido fuego y la avenida entró en caos por la explosión. Fue algo difícil de arreglar y superar. El semáforo fue despedido y se desconoce si volverá a poseer a otro ente.
El puente ferroviario estaba convencido de que algo así jamás ocurriría bajo su mando. La confianza rebalsaba tanto en su personalidad que ni siquiera se planteaba el cometer un error como una posibilidad seria, y no se equivocaba en su lógica. Nunca ha ocurrido un accidente de ningún tipo bajo su cargo, y eso lo enorgullecía sobremanera. Se jactaba de su responsabilidad como pocas ubicaciones de trasbordo lo han hecho en la historia. Él llevaba dominando tal estructura desde los cimientos. Desde que los obreros fueron contratados y acordaron sus días y horarios semanales de construcción, él era una simple viga de madera; una de tantas, cumpliendo la misma tarea que todas. Un día, el monumento del tren hubo finalizado, y de allí en adelante el camino lo guio hasta las montañas: ascendió para ser un riel de metal, luego la vía completa, y después no pasaron demasiados años para convertirse en el puente ferroviario completo, desde que entra el tren hasta que abandona el lugar.
Pero ese glorioso camino ya no le brindaba pesadas y veloces cargas de satisfacción, idénticas a las que él supervisaba a diario. Razones había, tanto así que confeccionó una lista en su cabeza que el tiempo iba modificando. Siempre tenía tres ítems, a veces tenía cuatro, y en una ocasión eran ocho, pero ese día en particular estaba furioso gracias a un transeúnte (¿qué hacía en medio del pasto?) que casi cae a las vías mientras un tren de carga pasaba a 160 kilómetros por hora. Luego del enojo (y de salvarlo), entendió que esos ocho párrafos estaban un tanto inflados.
Le pesaba muchísimo el aburrimiento. Se sabía todos los paisajes de su tierra de memoria: el color de la noche; la temperatura usual del día en primavera y en invierno; los patrones de pelaje de los conejos que recorrían los pastos y madrigueras; las marcas comerciales de los trenes que lo atravesaban, e incluso ya se había acostumbrado al pesado olor a óxido que desprendían los rieles metálicos, el cual se le hizo insoportable durante años, pero que ahora era inocuo ante la nariz. Ya nada lo sorprendía, sentía que nada podía sorprenderlo allí.
Los agradecimientos por su labor no abundaban, ningún ser humano sabía que él estaba allí soportando la carga móvil de insumos y materiales pesados, junto a la responsabilidad de proteger a los que transportaban esas cargas. Deseaba que alguien le dijera un «Gracias», «Te agradezco que estés allí», o alguna variante que le hiciera ver que lo que hacía era relevante, que importaba. Pero sencillamente no ocurría. Lo más cercano a un elogio que recibió fue una vez hacía doce años cuando un grupo de adolescentes se juntaron en su terraplén para fumar marihuana en pipas de vidrio junto a otros coloridos estupefacientes. Uno de ellos (en un estado muy poco lúcido) creyó que el puente estaba confeccionado con caramelos ácidos e intentó masticar una viga. Al final terminó por tropezarse y vomitar el suelo con su cara en él. Asqueroso, pero se salvó de contraer tétanos o alguna complicación derivada producto de pasar su lengua por una barra de metal oxidada.
La soledad se sentía, y mucho. Los objetos no podían comunicarse entre sí salvo excepciones raras donde se juntasen a milímetros de distancia, como los tenedores, cucharas y cuchillos en un mismo cajón. El peso de no hablar con nadie lo pudo soportar bien durante la primera década, lo volvió melancólico en la segunda y, a mediados de la tercera, la tristeza le había agostado sus ánimos. Ni siquiera era un tema que lo distrajera todos los días, pero haciendo la misma tarea siempre, sin excepción, en el mismo lugar, y sin nadie a su alrededor, las reflexiones caerían a su cabeza cual paracaídas roto en pleno descenso. Las noches competían por ver cuál se sentía más monótona y solitaria. «Tal vez renunciando pueda cambiarlo y sentir lo más parecido a un renacimiento», pensaba a menudo.
Estaba harto y fatigado; ya pasaron muchos años de servicio y necesitaba un cambio de aire, uno que no emanase olor a moneda, preferiblemente. Era algo que venía planeando desde hace mucho tiempo y estaba seguro de que había llegado el momento de girar el timón. Bueno, hacía al menos dos años que tenía la idea de ejecutarlo, pero se las ingeniaba de una u otra forma para soslayarlo. Ya no más. Planeaba comenzar su plan esa misma noche luego de las doce, momento que caería en poco menos de dos horas. Entre tanta planificación y molestias, razonó algo distinto a su propósito, como una fruta nueva germinada a partir de dos raíces sembradas en ubicaciones próximas entre sí: «Me gustaría que la noche esté un poco más violeta, o un poco menos oscura». El cielo no obedeció a su lamento fortuito.
No lo notó antes, pero del auto que paró unos minutos atrás en el terraplén se apearon dos personas. El mismo iba ornamentado con varios stickers traseros de temáticas tan diversas como los lugares que la carrocería ha visitado (uno de ellos, un parque acuático), frases de la cultura pop y logotipos de bandas de rock. El muchacho tenía el cabello largo, levemente ondulado y de color negro, con una barba y bigotes invisibles, pues se había afeitado al ras. Poseía unas zapatillas algo gastadas a simple vista, unos jeans negros con la misma característica y una remera blanca con el logotipo de su marca a la altura de su corazón. A la chica se le sentía un olor envolvente, ligero y agradable a rosas. Su cabello era medio largo, planchado y con un denso flequillo en su frente color fuego. Tenía puestos unos jeans azules holgados, un top azul caribe sin tirantes que brindaba una agradable sensación monocromática al conjunto, junto a unas botas negras de cuero. Llevaba, además, algunas pulseras en sus muñecas y un delgado collar de plata abrazando su cuello.
El muchacho bajó de la parte trasera de su auto una manta con la anchura suficiente como para que se sienten y recuesten los dos. La chica bajó una conservadora y juntos acomodaron sendos objetos en la parte alta del terraplén, teniendo el ángulo justo como para apoyar en el suelo la mini-nevera, al mismo tiempo que ellos se recostaban con sus espaldas apoyadas en la tierra y sus piernas en posición horizontal.
—¡Me extraña que ahora uses sábanas para sentarte en el pasto! —exclamó la muchacha— Desde que te conozco sé que no te molesta ensuciarte en cualquier lugar que pisás. El hecho de que uses una remera blanca y no tenga manchas indelebles se me hace raro —complementó en tono jocoso. Ambos se rieron con la reluciente luna de testigo.
—Y bueno Ama, en algún momento debía crecer y priorizar mi higiene. —Abría la nevera mientras la vaciaba. Quitó dos sánguches envueltos en papel film. El contenido de ambos estaba conformado por lechuga (menos en uno), rodajas de tomates (menos en uno), jamón crudo, queso mozzarella y varios aderezos y condimentos. —Y no solo mi higiene, también la limpieza de mi ropa. Desde hace algunos años que le presto mucha atención a los productos químicos que usamos para limpiarla, ¿Imaginate si por elegir los incorrectos perdieran su color? ¡Sería un espanto! —Finalizó el proceso sacando una botella de vino, otra de agua y dejando una de champán dentro de la nevera.
—¿Ah sí? Eso no explica el porqué trajiste unos jeans tan rotos y descoloridos, amor.
—¡Ese es su propósito! Las roturas le dan carisma y personalidad. Y el color sigue tan reluciente y flamante como siempre —le respondió haciendo ademanes con las manos para acompañar al mensaje.
—Si vos decís, te creo —dijo con una sonrisa y tono de voz sarcástico.
El puente ferroviario los observaba y oía con atención, aunque no con demasiada. Su situación era similar a cuando alguien está en el transporte público observando una embarazada subir, es interesante ver quién será el que le ceda su asiento, pero no posee el interés narrativo de una obra inédita de Shakespeare.
Comenzaron a degustar sus cenas con una sosiega y agradable charla de por medio. Amara le recriminó a su acompañante el cómo era posible que no le gustara el sabor del tomate (algo totalmente entendible) y él respondía recriminándole el cómo podía no gustarle el sabor y texturas de la lechuga (algo totalmente entendible). Y rieron mucho. La suave y templada brisa, sumada a la serena noche oscura, brindaban un tranquilo ambiente enriquecido por el cariño de esta dupla de personajes. A lo largo de la noche, más estrellas comenzaron a brillar y a cumplir su función natural de faros astrológicos.
Transcurrieron unos diez minutos donde ninguna palabra fue liberada. Ese silencio no fue incómodo para ninguno de los dos, pues sabían tolerarse con comunicación ruidosa y calmada de por medio. Una solución de amor y tiempo puede otorgar perfumantes resultados como estos. Aún así, una frase fue razonada, analizada y liberada:
—Recuerdo este lugar, aquí vinimos con los chicos hace muchos años en el auto de Tomás. Qué horror cómo terminó esa noche, por Dios. —Se puso una mano en la cabeza para bajarla a los 3 segundos. Giró su cabeza para mirarla. —¿Por qué querías venir acá? ¿Te dio nostalgia, el paisaje te gustaba mucho o algo así? —Amara se ruborizó lo suficiente como para que él lo notase. Ella apretó el suelo con su mano libre de comida. Se llevó lo poco que le quedaba del sánguche a la boca.
—Emilio, sos muy curioso, ¿Te lo dije alguna vez? —Él no apartaba la vista de sus ojos, era muy bueno sosteniendo la mirada mientras hablaba y oía. Lo hacía adrede, sabía que eso podía ponerla a ella aún más nerviosa de lo que ya estaba.
—Mi pregunta es muy razonable. Este lugar me trae recuerdos, ¿Aquella fue la primera vez que nos vimos, o me está fallando la memoria?
—Aparte de curioso, asertivo. Sí, fue acá —el rubor ya se había esfumado, su mirada se desviaba constantemente hacia la mini heladera—. Fue hace doce años. Tal vez trece. Yo hablaba mucho con Tomás y unos cuantos más en aquel momento. Habíamos decidido juntarnos acá porque, como él tenía un familiar en la policía, estaba seguro de que no nos encontrarían fumando o aspirando en el viejo puente. —«Gracias», respondió el abuelo. —Yo a este lugar ya lo conocía, mi viejo laburó obrando en esas vías de ahí. Años después consiguió trabajo manejando trenes y casualmente también debía transportar cosas por acá con mucha frecuencia. Constantemente decía que el puente era el lugar donde se sentía más seguro entre todos los que había viajado. Eso siempre me llamó la atención, pero bueno, no viene al caso. Tomás tuvo razón, esa noche me intoxiqué, pero no de aspirinas o coca, si no de amor por vos—le guiñó con su delineado ojo derecho. Ahora la ruborizada no era ella.
—¿Nos pusimos románticos de la nada? —soltó una pequeña risa nerviosa, la respuesta de Amara lo tomó desprevenido. Nunca estaba seguro sobre cómo reaccionar cuando le tiraban una flecha tan afilada y sorpresiva como esa.
—Siempre lo soy, y hoy —miraba con los ojos entrecerrados y muy fijamente a la mininevera— puede que más de la cuenta —procedió a ponerse de pie—. Emi, me gustaría que te pares en medio del pasto y cierres los ojos. Va a ser solo un momento. —La expresión facial de Emilio reflejaba la más pura confusión que un ser humano podía experimentar. ¿Era esto una sorpresa? ¿El lugar no fue elegido accidentalmente? No lo sabía, y la intriga lo invadía con un ahínco severo.
Le hizo caso a su pareja sin preguntar. Quería cuestionarla con todas sus fuerzas, pero, aun con esas, logró controlarse a sí mismo. Posó a un metro de la manta mientras se tapaba los ojos. «¿Esto es para que termine viendo que compraste helado?», repuso algo ansioso. No terminó por autocontrolar sus preguntas. «¡No hagas trampa!», recibió como respuesta. Esta última abrió la heladera, sacó algunos restos de allí y quitó una tapa ubicada al fondo del artefacto, perfectamente confundible a simple vista con la base del mismo. Dentro, un pequeño cubo de telgopor, el cual protegía a un cubito de tela con dos aperturas del tamaño de dos pequeños discos, con dos anillos de plata en cada uno. Alianzas de unos tres milímetros de grosor, achatados en su anverso, que relucían un bello fragmento de plata más brillante que el resto de la sortija, con cuatro picos con punta, los cuales recuerdan a los de una brújula.
Sostuvo el blanco y protector estuche con sus dos manos. Desenfundó el pequeño cubo para envolverlos en sus palmas con el objetivo de calentarlos; estaban helados. A los veinte segundos (y con un poco de dolor en el proceso) reinsertó las alianzas en sus respectivos huecos. Tenía una sonrisa ansiosa con algunas pequeñas lágrimas lubricando sus ojos. No lloraba, pero no estaba lejos de conseguirlo. El puente ahora era la obra arquitectónica más atenta y conmovida de todas.
—Emilio. —Inició su monólogo, volteándose hacia él. El muchacho se asustó, era raro que la chica pronunciara su nombre completo sin abreviarlo o reemplazarlo con un apodo tierno y meloso. Era una señal de mal augurio, como cuando ella se enoja porque él olvidó hacer algo importante, como ocurriría en cualquier conflicto serio o pasajero del día a día. —Creo que sos único en el sentido más bello de la palabra —no moduló tan bien como parece, algunas palabras se le trababan o no las pronunciaba con la fuerza que requerían. Estaba muy nerviosa y muy concentrada a la vez—. Los proyectos que has hecho, los que planeás hacer, el cómo me haces reír a mí y a la gente que te rodea. Todo vale muchísimo —daba tímidos pasos hacia la dirección de su objetivo, a la cual tenía a medio metro de distancia. Una luz brillante aparecía desde la distancia, acompañado de un tibio rumor—. Me hacés muy, muy feliz —con su mano derecha quitó suavemente las manos de su pareja de su propio rostro. Su miedo había desaparecido y ahora se hacía una idea más nítida de lo que estaba ocurriendo. No tardó en lagrimear ni en taparse la boca con las palmas.
Ella lo miró a los ojos con una sonrisa tímida. Procedió a arrodillarse colocando su rodilla derecha en el suelo, haciendo, a la vez, un torpe equilibrio con su pie izquierdo. Elevó a la altura de la nariz sus dos brazos con el estuche de telgopor como protagonista.
—Me conocés, sabés que creo que si algo o alguien no me da alegrías por lo menos debería darme esperanzas. Sos un descarado, me has dado ambas. ¿Te gustaría hacerlo por mucho tiempo más? —Emilio soltó una risa nerviosa rodeada de lágrimas.
—Yo era el que debía proponértelo a vos, idiota. —Su cándida personalidad había sido quebrada con la sorpresa más grata imaginable. Tomó una de sus manos (la que no tenía los anillos), la invitó a pararse y le dio un abrazo. Un abrazo sincero, de esos donde se siente la fuerza de los brazos de la persona que lo regala. Su nueva esposa respondió con una sonrisa mucho menos tímida que antes y se quebró de la emoción. «Por eso compró el champán, ¡qué tipa ingeniosa y qué boludo fui!», pensó el esposo.
La luz distante hizo presencia: era un tren de carga repleto de carbón. El puente ferroviario había olvidado que ese era el último del día, el cuál hacía acto de presencia a las once y media a través de él. El ruido estruendoso no hizo más que darle más encanto a la escena, pues en un momento, con la pareja recién casada teniendo sus brazos rodeados entre ambos, vieron a ese peculiar tren pasar por allí hasta que se desvaneció. En ese instante, el carbón sí era lo más oscuro de la jornada. Todo aportaba: la luna tan luminosa y llena como solo ese satélite podía serlo, el cielo que ahora era más visible gracias al notorio aumento del brillo en las estrellas (este se había tornado un poco avioletado), y la agradable temperatura que no molestaba a ningún ser vivo de la zona. Los elementos identitarios estaban allí, dándoles una mano a la memoria individual de ambos —que ahora se volvía colectiva—, capaces de mutar a una memoria dual, un tándem de recuerdos nutridos de lo que el tiempo, espacio y materia podían ofrecerles. Era perfecto, virtualmente inmejorable.
Se dieron un beso apasionado con una coreografía digna de una película de la década de los cuarenta. Amara tomó la mano hábil de su marido con delicadeza y le colocó la alianza en su dedo anular. El proceso se repitió a la inversa, con ambos prestando mucha atención a todo, pues sabían que este era un momento importante; uno que debían no olvidar.
—Perdoname, son de plata —interrumpió Amara—. Deseaba que fueran de oro, pero estaba tan ansiosa que no me dio tiempo para ahorrar un poco más. —«Eso me jugó un poco en contra», habría continuado si no hubiese recibido otro beso como respuesta inmediata. Las palabras de su marido sobraban ante tales comentarios.
Continuaron hablando emocionados. Hicieron planes, se confesaron más sentimientos todavía, en fin, actividades típicas y tiernas de un matrimonio recién fundado. El proceso duró unos veinte minutos hasta que decidieron continuarlo por la vasta ciudad, cuyas lumbres blancas despertaban una idea muy próxima a los sentimientos de serenidad percibidos por la dupla de afortunados. Tenían un auto y el día recién estaba por nacer, había mucho ambiente recorrible en una noche tan espléndida. Guardaron sus pertenencias rápida y torpemente. Amara y Emilio vieron el puente por última vez con una nostalgia fragante similar al descubrimiento de un clásico moderno. El motor arrancó, y se marcharon.
El puente lloró. La empatía se apoderó de él. Nunca había apreciado una escena tan bella y romántica, su desértico ambiente no lo permitía, las interacciones no abundaban y, si las había, no llegaban a ser así de profundas. En realidad lo profundo era fútil, una nimiedad: solo del significado manaron sus lágrimas. Ahora mismo puede pensar en muy pocas cosas que no sean un sincero «Sean felices». Una de ellas era el porqué, teniendo presente la cantidad de emociones erupcionando, junto a la privacidad característica del hábitat de los conejos, no tuvieron sexo allí mismo. Vio tantos acontecimientos bizarros y sexuales en esa vía que esa nadería podía genuinamente llamarle la atención. Le resultaba hasta ilógico. «Bueno, la noche es larga, quién sabe», remató. La intriga se esfumó a la par de su última palabra.
El cielo estaba como él lo deseaba, y tenía una injustificada certeza de que ya eran las doce de la noche. No podía confirmarlo, los relojes no crecen en tierras de vigas de metal. Siguió observando, distraído, conmovido, apasionado. Las miserias abandonaron su madriguera por esa ocasión. A los minutos, o quizás horas, pensó «Me iré, más bien, tal vez me quede un día más».
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