Espero que ella
no tenga un rastro de todo eso
que nunca te gustó de mí.
Que no se me parezca en nada.
Que ni siquiera su sombra se me asemeje
Que no se indigne por nada,
que no se pregunte
por qué el mundo es como es
ni busque cambiarlo.
Que no le importe el otro,
que no le quite el sueño la injusticia,
que no se conmueva con historias ajenas.
Que no se detenga en la calle
a mirar a los ojos del resto.
Que no le ardan las heridas
que no son suyas.
Que no lea.
Que no pierda el tiempo en libros inútiles
que la hagan pensar,
que la hagan sentir,
que la hagan entender.
Nada de palabras afiladas.
Nada de preguntas incómodas.
Que no tenga ese vicio tonto de la palabra,
que no se pierda en las páginas
ni se encuentre en ellas.
Que no hable de política.
Que no marche.
Que no se movilice.
Que esté muy quieta.
Quietísima.
Tan inmóvil que no moleste.
Que no cuestione el mundo.
Que no te cuestione a vos.
Que, de tener una opinión,
sea la tuya.
Que nunca te haga elegir.
Que nunca te haga dudar.
Espero que puedas hablar con ella sin pensar.
Que las palabras no pesen.
Que floten, etéreas, inofensivas.
Livianas como el aire.
Lo entiendo.
Y espero que encuentres en ella
el calor que yo no pude darte.
Y con calor, me refiero a tibieza.
A lo templado.
A lo fácil.
A lo que no quema ni congela.
A lo que no duele.
A lo que no deja marca.
A eso que siempre te caracterizó
y yo nunca supe ser.
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Cielo Hochberg
No sé por qué siempre que escribo termino hablando de ausencias, de muerte y de amor. Será que quizás son las únicas formas de vida que conozco.
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