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Algo pasa con los gatos a medianoche

Jun 16, 2025

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Algo pasa con los gatos a medianoche
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Los maullidos se asemejan al canto de los ángeles caídos del Fin del Mundo. Pequeños seres celestiales que traen la perdición en sus alas. Los míos miran por el balcón, sin saber a ciencia cierta lo que quieren ver. Es su llamado. Tienen que unirse a sus hermanos y hermanas. Admito que al caer la noche tengo miedo. No me siento segura conmigo misma. Necesito compañía. La de Chaplin y Pocho ni siquiera sirve. 

Todo comienza a la medianoche. 00:00. Ni un minuto más, ni un minuto menos. Extendiéndose hasta la una de la madrugada. Sesenta minutos de terror. Sesenta minutos de incomprensión. 

Algo pasa con los gatos a medianoche. 

Avanzados diez minutos de esa hora, Chaplin y Pocho empiezan a corretear por el departamento. Sus pelajes se mezclan entre las sombras de la sala. Chaplin, blanco y con una pequeña mancha negra en su nariz. Pocho, completamente negro. Van los dos a la par. Se dan topetazos para llegar primeros a las diferentes estaciones imaginarias. Afuera, los gatos del barrio continúan riendo de tristeza. 

A la media hora, Chaplin y Pocho también maúllan. Pero no es algo común y corriente. Supongo que no les sorprende que no lo sea. Parecen bebés. Infantes que no logran expresar sus primeras palabras. ¿Mamá? ¿Mandala? ¿Matala? Siempre intento no pensar en esa última opción. 

Lo peor llega faltando cinco minutos para la una. Gruñidos. No pueden ser más de diez, pero parecen cientos. Emanan un peligro que se va derritiendo sobre mi espalda como la cera de una vela que se consume deprisa. Chaplin y Pocho también lo hacen. Gruñen, como solo los felinos saben hacerlo; un canto de guerra primitivo que no diferencia a las bestias de la rectitud hogareña. Se colocan encima de la mesa, con la espalda recta, y la luz del exterior golpeando sus lomos. 

¿Había dicho ángeles caídos antes? No. Se convierten en siluetas de diablitos. Cuernos y rostro negro. Todos se convierten en demonios. Sus ojos brillan, como los de cualquier gato, pero hay algo inquietante en ellos. Desde chica que le tengo pánico a las hienas. Luego de ver El rey león quedé traumada. Me parecen animales repulsivos. Muecas perversas que dicen: “No vayas a morirte, no creo que quieras que nos comamos tu rica, rica carne.” Me recuerdan a eso. A las hienas. Ya sé que son gatos, pero igual, nunca puedo escapar de la angustia que vive en mi cabeza.

Algo no está bien con los gatos del barrio. 

Una vez invité a un conocido mío del secundario a pasar la noche. Todo estaba maquillado por una capa de encuentro íntimo. Sexo casual. Nada de eso. Quería compañía y casi no tengo amigos. 

La velada transcurrió de lo más bien. Todo fluyó, como casi siempre sucede. Nos escondimos en una botella de vino tinto y charlas filosóficas —los  jóvenes a punto de tocar los treinta pueden ser completamente insoportables—, hasta que se hicieron las doce. 

Maullidos. Él ni se inmutó. Supongo que no estaba escuchando lo que sucedía a su alrededor. Ni siquiera debía de estar pensando con la cabeza correcta. 

—¿Los escuchás? —pregunté. 

—¿Cómo? —Corté su monólogo sobre porqué todo el marco teórico de Freud estaba sobrevalorado. 

—Si los escuchás.

—¿A quiénes? 

Parecía que estaba interrogando a un pelotudo. Aunque, pensándolo bien… 

—A los gatos. 

Agudizó el oído. 

—Ah, sí… ¿Raro, no?

—Hace varias semanas que lo vienen haciendo. Y se va a poner más raro aún. Dentro de diez minutos mis gatos van a…

—Tengo que ir al baño. —dijo con una sonrisa bobalicona. Se levantó y se fue. 

Y es exactamente lo que tardó. Unos diez largos minutos. Chaplin y Pocho corretearon en el transcurso de ese tiempo. Parecía una maratón, o quizás el juego de la mancha. Se llevaron puestos varios muebles y casi tiran la copa de vino del Pelotudo. No me hubiera importado. Había que evitar que el tanque de testosterona se llenara. 

Salió del baño y pude ver varias manchas de algún líquido que había caído cerca de la bragueta. ¿Agua? ¿Pis? No quería saberlo. Casi tropieza intentando esquivar a los gatos. Pude ver una expresión de molestia y asco en su cara. Se sentó un poco más cerca. Ahora sonreía. Dientes y sonrisa de hiena.

Los siguientes veinte minutos fueron un espanto. Él se me insinuaba. Intentaba concretar lo inevitable. Tal vez le tuve que haber aclarado mi intención desde un principio; me hubiera evitado los problemas. Pero estaba el miedo de que se fuera, de que pensara que estaba loca. Ni siquiera yo estaba segura de mi cordura. Solo un pico, eso fue lo máximo que obtuvo. Para mi suerte, y desgracia, se hicieron y media.

Chaplin y Pocho empezaron a maullar. El Pelotudo los miró. Divertido, empezó a reírse.

—¡Parece que dicen “mamala”! 

Me provocó darle una cachetada. De a poco se le fue la gracia. Noté su incomodidad. No había nada de cómico en esos maullidos.

—¿Y están así toda la noche? —preguntó.

—Van a parar dentro de veinte minutos. 

—Ah. 

El coqueteo frenó. Se la pasó pegado al celular. Fue dos veces más al baño. Hablamos otro poco, pero de forma breve y esporádica. Le propuse ver algo en YouTube. No quería que se fuera. Por más rechazo que me generara, lo necesitaba.

Cinco minutos para la una. Gruñidos. Afuera, inquietud. Adentro, peligro. 

—¿Qué les pasa? —Había temor en su voz. Yo no dije nada. Ya no había nada para hablar. 

Se levantó y comenzó a acercarse a los gatos. 

—No creo que sea buena idea. 

No escuchó. Continuó avanzando. No quería frenarlo. Tenía que ver qué sucedía. Cómo iban a reaccionar. ¿Se lo comerían? No, eran solo gatos. Pero esos gruñidos…

A medida que aproximaba su mano derecha, ellos comenzaron a sonar más amenazantes. No solo Chaplin y Pocho. Afuera, sus hermanos ordenaban que se alejara. Justo cuando estaba a punto de acariciar la cabecita de Chaplin, Pocho se lanzó sobre su brazo. Había visto perros atacando humanos. La violencia del impacto, la ferocidad del mordisco. Esto fue peor. Estoy segura de que una pantera se hubiera comportado de igual manera. Él grito, puteó, imploró. Chaplin se sumó al festín. Saltó sobre su rostro, clavando las uñas en ambas mejillas. Gritó. Fueron unos segundos de máxima tensión. En ese momento estaba convencida de que lo iban a matar. “Mirá, mamá. Nuestra ofrenda. Podés trocearlo y dárnos su carne junto a nuestros porotitos.” No me pareció mala idea. Ya no había miedo. Solo diversión.

Los gatos pararon el ataque. Él me miró. Repulsión en sus pupilas. No dijo nada. Agarró la campera y se fue, finalizando el show con un terrible portazo. Yo me asomé al pasillo y vi cuando la puerta del ascensor se había sellado. 

Y no vuelvas. 

Entré, cerré con llave, y dudas. Cuando llegué a la sala me encontré con Chaplin y Pocho durmiendo juntos. Entrelazados. Ángeles. 

Definitivamente, algo iba de mal en peor con los gatos. 

No volví a verlo. Final feliz y triste a la vez. Feliz porque… bueno, creo que no hace falta aclararlo. Triste… quizás tampoco sea necesario. 

Sola, a merced de pequeñas garras y dientes. La agresividad va creciendo. Los lamentos nocturnos aumentaron en su concepto de contaminación sonora. Ahora son como el río Ganges. Cáscaras de carne que supieron portar almas. 

Los felinos son animales territoriales, y los míos decidieron adueñarse la mitad del departamento durante la hora maldita. Nunca había comprendido del todo el cuento Casa Tomada. ¿Qué podía ser tan amenazante y peligroso como para ahuyentar a los habitantes de un hogar?, abandonando, poco a poco, aquello que supo ser su vida. Bueno, ahora lo comprendo. Dibujaron una especie de línea imaginaria. A partir de la silla, ubicada en la cabecera izquierda de la mesa, está la frontera. Un centímetro de más y se materializan los rugidos. Sí, rugidos. Y no como pequeños leones. No. Son panteras camufladas en la oscuridad. Sus ojos me miran desde los rincones de la mitad usurpada. No parpadean. Si salgo de su campo visual, puedo sentir como el límite empieza a achicarse, comiendo terreno sobre mi zona. Si busco desaparecer, ellos vienen. 

Doce en punto, sujeta a un secuestro animal. 

Una en punto, liberada. Todo vuelve a la normalidad. 

No puedo refugiarme en ningún otro lado. 

No tengo amigos.

Sin lugar a dónde ir. 

Ellos son mi única compañía. 

Ellos eran.

Lo venía pensando desde hace días. La única y terrible solución. Abrí las puertas. Fuimos los tres hasta el estacionamiento del edificio. A medida que nos íbamos acercando, el llanto exigía escapar por mi débil garganta. Los dejé sobre el paredón que comunica a un baldío. Próximo a convertirse en otra monótona torre urbana. Los dos me miraron. Sus ojos tiernos. Pupilas dilatadas y negras. Pequeños maullidos que me preguntaban a dónde me iba. Me alejé a medida que las lágrimas empezaron a brotar. Un último llamado. Creo que había sido Chaplin. Me di vuelta y ya no estaban ahí. Se habían marchado con el resto de la manada. 

La soledad es terrible. Me la paso todo el día en la cama. Leyendo sin entender, mirando sin ver, y comiendo sin nutrirme. Las noches continúan igual de perversas. Maullidos, llantos, tanto míos como de ellos. Y algo más. Ojos. Desde la ventana puedo ver pequeñas lucecitas redondas. Lumbreras felinas. Amarillas, verdes, azules, y cuatro de ellas blancas. No quiero admitir que sé a quiénes pertenecen.

Temo mirarlos por mucho tiempo. Algo me invita a abrir la ventana. Transe hipnótico. Pasen. Deléitense con mi cuerpo. 

Siempre me encuentro más próxima al cristal. Pese a que mi mano intenta alcanzar la manija, y luego se detiene al momento de entrar en la nueva hora de la madrugada, cada vez llego en menos tiempo. Mis ansias aceleran el deseo. 

Esta noche voy a tomar un poco de aire. Fumar en el balcón y esperar a mis hijos. Los que acompañan la desdicha. Y por más terrible que parezcan las consecuencias, seguramente sean mejores que morir perdiendo el tiempo.

Algo pasó y seguirá pasando con los gatos a medianoche. 


Juan Ignacio Villano

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