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    Algo... Macabro.

    Dolbach

    Abr 4, 2025

    45
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    ...

    ¿Qué apostamos?

    Era aquel un pueblo ya muy mermado de habitantes, aunque con un abarrotado cementerio.

    Calles casi siempre vacías eran el escenario habitual de los pocos tránsitos que se sucedían. Comprar el pan en la furgoneta que se ubicaba en la plaza cada mañana, dicho sea de paso, como el resto de comerciantes ambulantes que por allí pasaban de vez en cuando: frutero, droguero, zapatero, el de las ropas de verano o de invierno, alimentación; solo el afilador sonaba su armónica por todo el lugar; los demás se hacían notar con el claxon al tomar la calle de entrada al pueblo.

    En fin, unos ochenta habitantes no daban para mucho más comercio.

    El bar de siempre, cerrados ya dos de los tres que hubiera en otros tiempos, se mantenía a duras tardes y tranquilas mañanas.

    En algún momento de la historia, quizás por el alcohol y sus bromas, a alguien se le ocurrió la idea de apostar a acertar quien era el siguiente que la palmaba.

    La muerte no suele ser cosa de chanzas, pero debió caer la idea en una tierra abonada. Se hizo una lista y cada quien puso su moneda en el nombre que más le cuajaba.

    Cuando alguien moría, todo lo apostado se le entregaba a quien hubiera sido el afortunado acertante, y si eran más de uno, se repartía el montante. Y se empezaba de nuevo.

    El problema, acaso, era que se enterasen los candidatos a los que se apuntaba con más monedas.

    Una vez sucedió que el finado no contaba con ninguna marca, así que quedó un buen bote a la espera del siguiente, pero desde aquel caso, hubo quien decidió apostar una moneda por todos aquellos que no tenían apostantes; era ese un modo casi seguro de perder un poco, pero si ganaba... Además, así todos los habitantes entraban en la categoría de mortales.

    Apostar por uno mismo no estaba admitido. Se decidió que no era bueno alentar el suicidio.

    Se enteró el cura de aquel despropósito y, aunque no tenía vela en los futuribles entierros hasta que no fueran muertos concretos, puso el grito en el púlpito, y la feligresía, casi solo mujeres mayores, se posicionaron contra el macabro juego. Aquí se dividió el pueblo.

    Hubo quienes sin jugar no criticaron aquel pasatiempo. Otros, siempre a la contra, decidieron que aquello era indecente. Quienes jugaban no le daban importancia y, además, les gustaba el entretenimiento. El dueño del bar, que había notado un aumento en los ingresos, defendía la libertad de la clientela y, por apuntalar la idea, del mundo entero; y siguió ganando dinero.

    No pudo el cura con los jugadores y además su lucha fue contraproducente, pues que la idea cuajó en tres vecinos pueblos.

    La España vaciada tiene sus idiosincrasias y sus particulares encantos.

    Esto, que no podía ser eterno, duró hasta que solo quedaron dos vivos en el pueblo.

    Apostar por uno u otro, pensaron, era un poco perder el tiempo. Todo que perder. Nada que ganar.

    Y se acabó el juego.

    Dolbach

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