Hoy digo con la frente en alto que tengo envidia.
Sí, envidia.
Envidia de todos.
Envidia de esos amigos que pueden escribirse todo el día;
de aquellos que no temen a aburrir,
a cansar, a hostigar, a ser melosos de más.
A esas amistades que sus padres tienen que cuidar
porque saben que juntos, hasta el escapar de sus casas pueden lograr.
Aún sin rumbo fijo, aún sin nada prescrito.
Siguiendo solo las diminutas voces de sus cerebritos.
Le tengo envidia a aquellos que los pueden abrazar sin temer a acalorar.
A los que comparten dijes de amistad, a los que saben más de ellos que sus propios papás.
Le tengo envidia incluso a aquellos que pueden cagarla,
aquellos que pueden errar con sus amigos y después perdonarse,
porque del miedo a lastimar y que me lastimen,
prefiero poner hiedra venenosa frente a mí.
Una muy-muy bella para que no sospechen que tiemblo detrás,
pero una tan-tan densa para que ni mis sollozos logren escuchar.
Tengo envidia a los que reciben unos buenos días sinceros.
A aquellos que saben que pueden ser escuchados.
A esos que no muchas veces lo saben valorar y aún así lo tienen.
Y me tengo cólera a mí porque yo fui esa y los dejé ir.
Ahora solo limpio mis lágrimas entre flores ahlelís.
Esperando a hacerme una con la tierra.
O que un milagro, de repente, aparezca.
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