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    Al mar no hay que darle la espalda

    Coni

    Sep 28, 2024

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    Al mar no hay que darle la espalda
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    En Mar del Plata, pasábamos todos los veranos de mi infancia y principios de adolescencia. Constitución, barrio de casas bajas y cielo abierto, de gritos de chicos jugando en la calle, de las rueditas de la bicicleta sobre el asfalto y el sonido de la campana del pochoclero anunciando su llegada, respondiendo a la espera ansiosa de una horda de niñes. Llegábamos después de las Fiestas de Fin de Año y nos quedábamos hasta justo antes de que empiecen las clases. De los buenos 90s: pizza, champagne y casa de veraneo. Completito.

    Cada mañana, alguien de la familia entraba a la casa y se abría paso frente a la mesa del comedor diario donde apoyaba la compra de la panadería a la que nos abalanzábamos. El mate giraba. La charla en mi familia siempre fue de un tema a otro, errática, donde se alterna griterío inentendible- silencio- nuevo griterió inentendible en un loop sin fin. Esta es una dinámica que aún hoy continúa y que disfruto tanto como padezco.

    Las tardes eran de playa. La previa era caótica y de muchas peleas: nunca estaba claro quién iba a ir y quién no, si se iba a comer allá o antes de salir, a qué playa ir ni qué llevar. Si es que hay un horario digno al que llegar, nosotros siempre llegábamos tarde: o el sol ya estaba muy fuerte o la tormenta que a la mañana, parecía lejana, ahora amenazaba con largar. No éramos ni por asomo la imagen de la familia que llega sonriente con sus reposeras y heladera en mano, resuelta. La simpleza y nuestro apellido son como los imanes al revés, nunca se tocan.

    Las noches eran de asado, una mesa interminable en el quincho donde los platos pasaban de mano en mano, mientras la parrilla ardía. Los bronceados y las trencitas con mostacillas eran parte del menú. De nuevo la dinámica griterío- silencio- griterío. Me encantaba ver de cerca el ritual asador: ver cómo los alimentos van mutando al calor de las brasas, cómo cambian sus colores, los aromas que empiezan a desprender. La charla trivial al calor de la parrilla, el viento del diario que abanica con fuerza, los utensilios moviendo los carbones, mi abuelo sin remera, los que se acercan a dar cátedra de cómo hacerlo mejor. Qué performance maravillosa, casi artística.

    Esos meses de verano, hoy se alojan en un lugar de mi mente (¿o de mi corazón?) pero cuando los evoco, puedo sentirlos en todo el cuerpo. Se muestran como una ráfaga de imágenes cálidas que me acobijan. Un paréntesis de mi tiempo, de mi historia. Una carpeta que archivo en Favoritos para no perderla. Ahí guardo los miles de folletos y muestras gratis que te daban al entrar a la Ciudad; parar en la ruta a comer; el viaje eterno; Aquasol; la panadería Vía Appia; las estaciones de servicio. Las peleas de mis viejos que nunca se llevaron bien; los alfajores de Havanna cuando sólo se podían comprar ahí; pasarme horas mirando bichitos en el patio; la pelopincho; el asombro eterno; la compañía; la fuerza de vencer miedos; la brisa que me pasa suavecito; el olor a verano, a protector solar, a mar. Mi hermano, jugar y jugar. Sentir que la energía es infinita que el tiempo pasa sólo para los demás.

    "Ojo", me gritó mi mamá una vez en el mar con especial alerta. Yo estaba frente a ella, de espaldas al mar -metida, bien adentro- y atiné, entre olas, a mirarla. Cuando salí, caminé con esfuerzo sobre la arena y me acerqué a ella que me dijo "ojo, tu abuelo siempre me decía que al mar nunca hay que darle la espalda".

    Yo dudo que mi mamá, se acuerde alguna vez de ese momento pero yo de tanto en tanto, vuelvo a él. Pienso en ese día, en la frase, en mi abuelo, en mi mamá y en el mar. En el mar pienso como pienso en todo lo que me da miedo por no poder preveer, tampoco "controlar." En lo que transcurre siempre igual pero diferente. En lo que sucede y sigue sucediendo aún a pesar mío. En la naturaleza irrefrenable de las cosas que nos somete cuando la negamos. Como cuando te estás ahogando, que intentás nadar contra la corriente y hacés tanto esfuerzo en agitar las manos, en luchar que perdés toda la energía rápidamente, que no te quedan fuerzas ni para gritar.

    Más allá de lo esperable, el mar va a bailar a su antojo cada vez, con una rebeldía casi adolescente. Lo que es y lo que vendrá, teñido por los impulsos incontrolables del azar: del tiempo justo, del momento preciso, de las coincidencias juegan como juega el mar. "Si te ahogás, no te pongas rígida, intentá flotar, liviana". Qué difícil, no sé hacer eso.

    Pienso también que tengo mucho que aprender del mar, que confía en el devenir, que se entrega siendo mientras lo demás, encuentra su lugar. Ningún mar se resiste a romper olas ni permite que el miedo cale hondo en su sal. Ahora lo entiendo, mamá. A eso tampoco hay que darle nunca la espalda.

    Coni

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