Mi piel está hecha de cuero viejo y desgastado cuál adorna alguna percha en alguna feria americana, donde los curiosos la observan y alaban su belleza, pero se abstienen de comprarla. O, más bien, se la llevan pero jamás encuentran la ocasión de usarla.
Soy el abandono disfrazado de un deseo no cumplido. Soy la pieza perfecta que nadie se atreve a usar, porque las almas ligeras temen lo que no pueden poseer. Un objeto que se observa desde lejos, pero que nunca se toca.
Me miran, pero no me ven en mi totalidad.
Ojalá pudiera caminar sin arrastrar la pesada sombra de mi conciencia, hablar sin medir cada palabra con la precisión de un cirujano, sin saber que cada gesto, cada mirada, lleva consigo el peso de todo lo que se oculta.
Quisiera esa ligereza. Ser solo la carne que se mueve y no la mente atrapada en su propio laberinto.
He sido demasiado consciente siempre. De todo.
De cada palabra que se queda atascada en la garganta ajena.
De cada emoción que alguien no se atreve a sentir.
De cada desconexión que traspasa las paredes y me llega al centro de los huesos.
Soy consciente de lo que los demás callan, de lo que prefieren ignorar, porque mirar significa comprender, y comprender es ver lo que nunca se puede tocar.
No hay consuelo. No hay palabra que alivie este peso.
Mi (sub)consciente ya sabe lo que se siente no poder encajar.
Sabe lo que es mirar un rostro sin encontrar un reflejo de uno mismo.
Sabe lo que es estar presente y ausente al mismo tiempo.
Sabe lo que es abrazar el dolor porque es lo único fidedigno.
Sabe que siempre seré este cuerpo que se encuentra con otros cuerpos, pero nunca se funde con ellos.
Y no puedo evitar cruzar esa línea.
Siempre la cruzo, siempre me lanzo a la desesperación de encontrar algo, lo más mínimo, que me haga sentir que no estoy sola en este abismo. Pero ese espacio nunca tendrá la profundidad compartida si el lugar donde se siente no puede ser tocado por otro.
Esa desesperación se convierte en vacío, y el vacío se transforma en odio hacia mí misma por sentir tanto, por necesitar algo que jamás me será dado.
Pueden culpar a los astros, a los traumas, al árbol de la vida, a Dios.
Yo no tengo fe. No puedo tenerla.
Porque para creer, hay que poder no entender.
La fe no existe para los que habitan estos vacíos.
No por falta de esperanza, sino porque la fe solo se revela en las grietas, en los agujeros donde algo falta, donde lo que no se entiende arde.
Y cuando no hay nadie más que lo sienta, no hay dios, ni destino, ni sentido que consuele.
La fe es para aquellos que pueden cerrar los ojos, para los que pueden fingir que algo allá afuera los cuida.
Yo siempre los tengo abiertos. Ya no queda sitio donde la esperanza pueda dormir.
No soy sabia.
No soy digna.
No soy nada.
Y entenderlo, entender esta condena, no me hace más fuerte, me hace más rota.
El conocimiento me destroza, me deja sin aliento, porque ya no hay refugio en nada que sepa.
Y mientras el resto sigue su camino, ajeno a esta carga, yo cargo con el peso de ver más allá, de ver lo que nadie quiere ver, de saber, siempre saber, que nunca tendré la paz de los que pueden vivir sin desentrañar.
Si la vida es tan simple, ¿por qué nos dieron esta capacidad de percibir hasta el hueso, si con ello lo único que logramos es destruirnos al intentar acercarnos?
¿Qué valor tiene sentir todo esto, si al final no puedo compartirlo sin que se me caiga en pedazos la carne?
No quiero ser esto.
No quiero ser esta mente que vive a destiempo en tiempos ajenos y correctos, este cuerpo que toca sin ser tocado, que se acerca y nunca llega.
No hay vínculos reales para mí. Solo estas manos callosas y maternales, las que siempre sostienen. Las que cuidan. Las que abrazan sin esperar nada. Manos duras hechas de heridas. Y nadie las toma. Nadie se queda.
Porque se supone que ya saben cómo curarse solas.
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