El viento danzaba con delicadeza, pero algo en sus movimientos parecía narrar un porvenir repleto de oscuridad. La luna, con su bello resplandor, se sentía nostálgica, mientras iluminaba el camino de Akbal a través de la espesa selva de Yucatán. Esa noche, distinta a todas las demás de las que había sido testigo, sintió lo que jamás pensó: incertidumbre. Algo no estaba bien; los animales se habían fugado, los sonidos se habían disipado y la vegetación carecía de vida. «¿Acaso ha llegado el día final del ciclo del que tanto hablaban los ancestros?» pensó, mientras observaba el manto estrellado que decoraba el cielo nocturno. Tomó fuerzas y trepó un árbol de Zope de unos cuarenta metros que parecía ser lo suficientemente fuerte como para soportar su liviano peso. Un poco agitado y nervioso por las energías que sentía rondar a su alrededor, logró llegar a la cima, pero jamás hubiese imaginado enfrentar aquella luminosidad que flotaba sobre Chichen Itzá.
Akbal se frotó sus ojos, con intensidad, al menos unas cinco veces. Estaba atónito, desconcertado, y se sentía traicionado por su mismísima visión. Agachó la cabeza, respiró profundamente, y volvió a posar sus brillantes pupilas en lo que fuese que estaba flotando sobre la pirámide de Kukulkán. «¡Los Dioses han llegado!» gritó con euforia. Aquella esfera de fuego era una prueba irrefutable de que, entre todas las tribus de la península de Yucatán, ellos habían sido los elegidos. Sus plegarias, al igual que la de cada ciudadano, habían sido escuchadas. Kukulkán finalmente los llevaría a su hogar.
Los pies del dichoso Maya parecían levitar sobre la tierra, pues el muchacho corrió a tanta velocidad que ni él era consciente de sus pasos. Su mente, encadenada al finito conocimiento del mundo que se le había otorgado, se libró de las cadenas que lo tenían apresado y dejó que su imaginación volase sin descanso. Las Pléyades eran algo inalcanzable, pero su devoción y creencia lograron que todas las barreras que separaban al planeta del resto del universo desaparecieran, dándole la oportunidad, como a muchos otros, de ampliar sus horizontes hacia lo desconocido. Solo había un problema: ¿Cómo serían capaces de viajar con los Dioses, si no se les había concedido la posibilidad de siquiera observarlos? ¿Quién podría garantizar su seguridad y prosperidad, si no eran capaces de observar a sus guías en la misión? Akbal dudó. Debía llegar a su ciudad cuanto antes.
La inmensidad del paisaje a su alrededor hizo que se detuviera, por un momento, a observar aquellos pequeños detalles que entre el entusiasmo y el deseo había pasado por alto. Observó las líneas en las hojas y como cada una tenía un millón de historias que contar; así como también pudo percibir con la palma de su mano cada corazón enamorado del que la selva había sido testigo, como cada desamor que se produjo debajo del destello lunar. Sintió, por última vez, el aroma a libertad que sólo era perceptible por aquellos que la habían logrado alcanzar, y de esa manera, se despidió de todos los sueños que habían quedado atrás. Su Dios lo estaba esperando. Su pueblo, también.
Las estrellas que parecían pequeñas almas trascendidas estaban más cerca de lo que Akbal imaginó. Se aproximó a Balam, sacerdote de la tribu, y cuestionó sus ideas respecto a la migración. Ambos sabían que algo no estaba bien, por lo que luego de insistir, obtuvo la cruel e inimaginable verdad. El enemigo, según Kukulkán le había expresado a Balam, se aproximaba. Su apariencia física era tan similar a la de los Dioses que los Mayas conocían, que utilizarían esa coartada para engañarlos y dominarlos. Los someterían a la peor humillación tan solo por codicia. Chichén Itzá se teñiría de rojo, y ningún alma autóctona sería respetada ni portadora de un eterno descanso. Tras escuchar semejante revelación, Akbal no pudo hacer más que suspirar y desistir de su impetuoso deseo de permanecer en su tierra. “El fin de nuestro reinado ha llegado, pero al mismo tiempo, ha comenzado el principio de la nueva era” fueron las palabras que, con sabiduría y compasión, el sacerdote grabó en su mente y corazón. Aferrados a un último adiós, toda una civilización se despidió de aquel imperio que, con tanto fervor, habían construido.
Akbal sueña, cada día, con volver a sentir aquello que solo la selva Maya tiene para dar, pues si bien sus Dioses han logrado recrear su ecosistema, no hay lugar como el hogar.
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