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Me mataba, literal. Terminaba muerto. Los últimos minutos de cada partido eran un calvario. Siempre igual: yo pidiendo la hora, el árbitro puteandome. “Jugá, querido, dejate de joder, falta un montón”, me decía, y yo bajaba la cabeza, intentando encontrar aire de donde no había. El tiempo era mi peor rival. Si íbamos perdiendo, volaba, si íbamos ganando, se congelaba. Y yo, ahí en el medio, peleando con mi cuerpo, con el oxígeno, y, sobre todo, contra mi mente. Porque esa era otra batalla: a veces débil como un flan, otras, arrolladora como un tren de carga. Nunca sabía cuál de las dos me iba a tocar.

Por eso, una vez a la semana, después del entrenamiento, terminaba en un parque de la ciudad. Los árboles eran mis adversarios. Eran tres seguidos. Hacía un ejercicio infernal: caminaba hasta el primero, trotaba hasta el segundo, y desde ahí corría con todo lo que tenía hasta el tercero. Giraba y volvía a empezar. Siempre girando, buscando. Quería aprender a cambiar el ritmo, a no agotarme tan rápido. Pero siempre me agotaba. Y, casi siempre, me tocaba salir.

Podría mentirte, sí. Podría decirte que un día logré jugar los 90 minutos completos sin sufrir tanto, pero no me acuerdo. Capaz que sí. Capaz que no. Lo que sí sé es que cada semana volvía al parque a buscar aire. Oxígeno.

Hoy ya no juego al fútbol. Mi vida tiene otras canchas, otros partidos pero, al final, no es tan distinto. A veces el objetivo es simplemente llegar al final del día sin sentirme tan cansado. Ayer, con este calor de mierda, volví al parque. Me acordé de esta foto y escribí esto porque, después de todo, me di cuenta de algo: siempre estoy buscando aire. Siempre.

Niyén Pibuel

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