Tic.
La vieja balsa flota sobre el vasto plano del cielo. Chirriando y moviéndose, el fruto de cientos de estrellas se entromete en el ultraje de sus maderas.
En medio de ella, una carta incompleta, yacía cubierta de ladrillos y escombros. Broza, desecho de los destrozos que las temporadas dejaban a su paso, acumulados en el pequeño navío de madera, ahogando y presionando aquel papel.
Frente a ella, el gran astro, con sus anillos y melena castaña, posaba imponentemente. Las estrellas, la brisa, el pasar, la balsa y la carta, sus ojos todo observaban detenidamente. Muchos aborrecen su castigo y otros su indiferencia, sin embargo, nunca nadie lo había escuchado decir una sola palabra. Él, alienado, no dejaba de prestar atención a los detalles. De brazos cruzados, fumaba de su inagotable pipa de alerce, mientras contemplaba aquel calmo paisaje.
El humo de su pipa lentamente fue levantando aquellas hojas y piedras de la balsa, descubriendo a su paso imágenes y símbolos. La carta, anónima hasta el momento, se dirige al astro. Este, curioso pero reservado, se dedica a leerla desde la distancia. Escrita en un idioma indescifrable para el astro, le pregunta.
“Oh señor, dígame usted ¿Cuándo osará responder a mis cartas?”
El astro soltó una leve risa y pegó otra pitada a su pipa.
“Oh señor, dígame usted ¿Cuándo dejará de observarme día y noche?”
El astro alzó su cabeza y suspiró, tan solo para dar otra pitada.
“Oh, señor, dígame usted ¿Cuándo podré probar las estrellas?”
El astro bostezó y dio otra pitada.
“Oh, señor, dígame usted ¿Cuándo podré subir a la balsa?”
El astro, frustrado y molesto, simplemente sopló sobre la carta. Allí pudo dilucidar, aunque no comprender, el final de esta. La frase, escrita en un betún carmesí, llamó especialmente la atención del astro.
“Oh, señor, le digo. Hoy podría ser la última-”
La carta poseía una profunda grieta. La carta estaba abollada y amarillenta. La carta ya había sido leída y reescrita múltiples veces.
El astro, atento e indiferente, corrió su mirada de la balsa y siguió dándole llama a su pipa.
La balsa por su parte siempre reflexionaba, sin embargo, flotaba sin destino alguno, dejándose llevar por el oleaje del cosmos. Había comprendido hace tiempo que el astro no era vil, sino que la carta era réproba a ser crédula de su propia tinta. Había comprendido que no era ella, si no las olas.
Entre tanto, al horizonte emanaba lentamente la lumbre del astro. Su luz cubría hasta el último rincón de la balsa, chamuscando pausadamente la carta. Devoraba y digería estrellas a su paso, tal como su amo le ordenó. Sus bruscos movimientos empujaban olas y derribaban lunas.
La balsa, forzada por el violento oleaje, se vio forzada a partir. La carta, nuevamente cubierta de desechos, observaba con amor y resentimiento al astro, el cual no hacía más que fumar de su pipa mientras miraba a la costa. Esta sabía que el astro no juzga ni cuestiona, sin embargo, porfiada y terca, esperaría a que el oleaje los volviera a encontrar, anhelando su tan deseado remate.
Tac.
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