Me acosté temprano. Di en la cama, prendí y apagué el velador. Traté de leer un libro que me gusta, aunque no pasé ni una página. Intenté por segunda vez, ver el primer capítulo de Outlander, también lo dejé. Lloré un rato. Me levanté, tomé dos vasos de agua seguidos y volví a la cama, pero tuve que levantarme tres veces más para hacer pis. Al final puse una meditación guiada de una española que habla como una máquina y me dormí.
Me desperté transpirada, sin saber qué día era: ¿lunes o domingo?, ¿mañana o noche? Son las dos y media. No tengo ganas de cambiarme. Me hago un café. Tampoco tengo hambre. Me pongo la bata que amo. La que me regaló hace dos años para mi cumple.
Esta semana me toca remoto. Es cómodo, pero una tragedia si estás depre. La casa te chupa y el ciclo de la tristeza es difícil de desarmar. Nadie te ve, o sea, sos invisible. La dejadez hace alianza con la melancolía, te convertís en una piltrafa. Así me siento desde hace un año, en realidad desde el jueves pasado que hizo un año.
Me siento frente a la compu. Me duelen los ojos. Me miro en el espejo: los tengo hinchados, las ojeras perfectamente delineadas. La piel opaca. Me vuelvo a sentar para intentar trabajar.
Suena el timbre dos veces como lo acordamos. Me sobresalto. Abro la puerta y lo veo. Tiene el pelo peinado hacia atrás, engominado. La frente amplia y tersa. Los ojos más azules que nunca. Una camisa blanca despreocupadamente desabrochada y pantalones achupinados. Dios mío que hermoso que es, no puedo con esto.
Me saluda con un beso cerca de la comisura de la boca. Se me eriza la piel. Una ola de fuego me recorre de la cabeza a los pies. En un acto reflejo me cierro la bata. Sonrío nerviosa por el gesto. No puedo ser más ridícula. Me invade su aroma: una mezcla de Angel de Thierre Mugler y su olor.
Se me aflojan las piernas, me tengo que sujetar del marco de la puerta para no caerme. Todo pasa en una fracción de segundos. Recién ahí veo a los chicos detrás suyo. Pasan entre nosotros, le dicen algo que no alcanzo a entender y entran apurados.
─ Hola, má ─escucho.
Me pregunta como estoy. Le digo que bien, cansada.
─Se te nota ─me dice y sonríe.
Se la dejo pasar.
Extiende la mano y me entrega las mochilas. Haciendo una fuerza que me parece descomunal, las tomo.
─Tenemos unos hijos increíbles, Julia. La pasamos genial ─dice, y sin esperar una respuesta apoya la mano sobre mi hombro, apretándolo─. Los vuelvo a buscar el viernes. Vamos a navegar. Ármame las mudas. No te olvides.
Sin beso de despedida, se da vuelta y sube al auto.
¿De qué me voy a olvidar? ¿De cuándo íbamos los cuatro a navegar, de cuando era feliz?
─No, quédate tranquilo ─le alcanzo a gritar antes de que arranque.
Quedo ahí. Suspendida, con una mochila en cada mano. Cierro la puerta despacio.
Los ojos se me llenan de lágrimas. Hago fuerza. No quiero que los chicos me vean llorar otra vez.
Escucho que Matías me pregunta dónde está el skate y Martina grita que no encuentra la remera rosa cortita.
Dejo las mochilas en el suelo, Me paso el puño por los ojos, me arreglo la bata, me enderezo y suelto:
─ ¡Ahí voy!
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