Llueve.
Y duele. No sé ni por qué.
Es como si el cielo cargara un dolor viejo, uno que yo ni siquiera sé cómo llamar,
una tristeza que nunca pedí y que no entiendo de dónde salió,
pero que se queda ahí, pegada,
callada, en el pecho.
Las gotas bajan despacio,
se deslizan por el vidrio con la lentitud de lo que pesa,
como si arrastraran el eco de cosas que enterré tan profundo
que ya ni recuerdo cómo eran.
No pasó nada.
Nadie se fue.
No hubo peleas, ni adioses que se escucharan a medias.
Pero igual, cada vez que la lluvia golpea afuera,
algo dentro mío se quiebra un poco más.
Miro mis manos y están vacías.
Escucho mi pecho y está lleno
de algo que no tiene forma ni nombre,
pero que no se va.
Quizás la lluvia es solo un espejo.
Una tristeza sin cara que se refleja
en cada charco, en cada suspiro.
Como si el cielo llorara lo que yo no me permito soltar,
como si supiera que a veces, sin saber por qué,
la tristeza se nos rompe por dentro.
No sé si hay una razón.
Solo sé que queda mirar la lluvia caer
y dejar que el dolor arda un poco,
hasta que duela menos,
o hasta que deje de doler.
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