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Aeropuerto

Jul 9, 2025

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Aeropuerto
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Iba a ser la primera vez en dos años que se quedase solo unos días y la idea le daba vueltas en la cabeza desde la noche anterior. Faltaban treinta minutos para que sonara la alarma cuando cruzó el umbral que crea al mundo cada día. Un apremiante deber matutino siempre resulta el mejor catalizador para el insomnio. Se levantó de la cama y se apuró a la cocina a preparar el café. Si bien el alba aún no invadía el departamento, la experiencia le permitía prever su llegada inminente.

Salieron a tiempo. El aeropuerto usualmente estaba congestionado y, aunque quedase a diez minutos de su casa, aquella circunvalación tenía el poder para desarmar el ánimo de los más puntuales conductores. Ella siempre se desesperaba por llegar temprano —Habría heredado el hábito de su padre— Pensaba él, que usaba esa virtud como artilugio doble: en primer lugar, le permitía acentuar su rol de hombre despreocupado, y, más importante aún, le permitía ejercer sobre su pareja algunas fuerzas de orden transaccional. Los malos humores en la convivencia eran moneda de trueque.

Conocía el camino de memoria. Si bien no frecuentaba las terminales, el mismo camino lo conectaba ocasionalmente con el resto de la ciudad. Seis semáforos, el túnel y la salida hacia la derecha.

 —Diez minutos y sabremos si el destino nos tiene preparado otros veinte— bromeó al subirse a la camioneta. Su novia no respondió. Los momentos en donde las bromas parecen imprudentes son a donde el humor se gesta, pensaba.

—Ya estamos, nada de tráfico en la entrada— la tranquilizó mientras agarraba la entrada a la circunvalación.

La calzada estaba sorprendentemente vacía. Solo algunos de los buses que llevan a los turistas hasta las terminales de alquiler de vehículos compartían con ellos los amplios carriles que esperaban estoicos el caos para el que fueron diseñados.

La circunvalación estaba mal hecha, se había hartado de explicarle a su novia: eran ocho terminales dispuestas en un inapelable círculo de dos kilómetros de diámetro. El corazón de la ingeniería, aunque diseñado con precisión, era indiferente al destino de los pasajeros: la única manera de llegar a la meta era transitando todo el circuito; luego detenerte indefinidamente en la acera conjunta a terminal asignada, entrometiéndote en el camino de los que ya habían despedido apuradamente a sus pasajeros —quizás familiares que no volverían a ver—, y de los que, aún más infelices, les quedaba un trecho pendiente, a completar acompañados de impacientes miradas y reclamos de impuntualidad.

La Terminal Cuatro estaba en la esquina suroeste de la rueda y para llegar no requirieron más de cinco minutos. Una sonrisa se pintaba en su rostro y se le hacía dificultoso esconderla. No era precisamente alegría: si la puntualidad fuera para él una medida de calma, no se esforzaría tanto por sabotearla a diario. Lo que forzaba su sonrisa era la tranquilidad de un trabajo bien hecho. No quedaría ahora reclamo posible que turbase los días tranquilos con los que profetizaba: dejaré mi cama sin hacer, desayunaré tarde, me sentaré en calzoncillos en el sillón principal a fumar cigarro, ventilando la casa solo a mi placer. Estas actividades —creía el— no eran una imposibilidad en su vida en pareja, con la excepción quizás de fumar adentro. Después de todo, la convivencia resultaba armoniosa y la pareja, con bemoles discretos, se cimentaba sobre la improbable dinámica de no juzgarse el uno al otro. Si él quisiera postergar los días hasta la media mañana, usufructuando la infame conjunción del desayuno con el almuerzo casi a diario; u olvidar los oropeles estéticos de la entre casa, podría hacerlo sin mayores inquisiciones. Sin embargo, rara vez se permitía hacerlo.

—Te veo en unos días— le dijo, mientras la veía borrarse en el trajín de la terminal. Aunque algo entusiasmado por los días venideros, en su pecho crecía algo similar a la desolación, como si se hubiese escapado de él un pedazo glorioso de vida, en el cual su espíritu conjugaba algún propósito. Recordaba vívidamente aquellos años en los que el propósito se quedaba consigo. Después de llevar a su madre a alguna terminal, quedaría solo, dueño de la casa, el auto y su tiempo. Volvía a velocidades récord por la autopista hacia donde ya lo estaban esperando su grupo de amistades, regadas con una cantidad exagerada de alcohol. Aquellas noches se chocaban unas con otras y el libertinaje le otorgaba, quizás más altivamente, la justificación que hoy ya no le pertenecía.

Aprovechando la calma en el tránsito de vehículos, se quedó un momento sentado; armó un cigarrillo. —Son solo las seis y media de la mañana—pensó. No habría sido agradable la situación de que ella lo viese, atestiguando el alba con su temprano vicio. Conectó en la radio su programa favorito y se dispuso a manejar.

—Al llegar a casa dormiré un rato más— pensó mientras se alineaba hacia el carril de tránsito en donde, a juzgar por el tiempo que le tomó incorporarse, ya se preveía un poco más de congestión que en la entrada.  —Revisaré mis mails o alguna otra cosa que me permita pasar la tarde jugando videojuegos. De haber logrado alguna vez corresponder a sus planes —pensaba él—, su situación sería diferente—si no fuera por cómo son las cosas, no estaría aquí — se tranquilizaba. Así, la brevedad de su dedicación a las tareas impostergables no solo sorprendería luego. Nunca lo sorprendió.

La había dejado casi en la mitad de la circunvalación, de la que tenía que salir unos metros después de la terminal ocho. El asunto no tenía sentido— se repetía a sí mismo. Todos los dirigidos a las terminales debían desfilar en una amarga e irritante procesión sin importar su destino, primero; y luego su escape.

El reloj se derramaba hacia las siete, explicando sol oblicuo que entraba a raudales por el parabrisas y abrazaba el interior de la camioneta con el primer calor de la mañana.

 —¿En qué gozoso infierno me sumiré ahora que mi dios se ha ido? — pensaba embriagándose con su propia elocuencia, usurpada de alguna cita que le había llegado incompleta.

Su camioneta no lograba alcanzar una velocidad crucero. Los carriles aeroportuarios, antes casi desiertos, se habían congestionado abruptamente. Los autos se asfixiaban unos con otros intentando intercambiar sus rumbos de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. En otra ocasión, él se habría mantenido coherente por el más lento, ya que estaba en la última recta y pronto tendría que tomar la vía de escape que lo conduciría a su casa; pero esa vez no sucedió. Agobiado por pensamientos indistinguibles, se había volcado hacia la izquierda y, cuando alineó su vista con su tarea inmediata, el número de la terminal que lo flanqueaba era el ocho y ya no tenía tiempo de tomar su salida. —Que idiota— se dijo mientras la salida sur se transformaba en un reflejo en su retrovisor.

El minuto siguiente fue uno de esos minutos. Los que definen horas, o en ejemplares con más trascendencia, incluso siglos: tuvo que decidirse. Pensó en tomar la salida norte que le quedaba al alcance apenas después de su objetivo original, pero a esa hora —las siete ya— lo empujaría hasta el límite de la ciudad, ostensiblemente desbordado de gente impía que se trasladaba impíamente hacia sus obligaciones. Decidió velozmente, siempre lo hacía, como si de aquella decisión nada dependiese, y subió a la rampa de retorno que lo llevaba de nuevo a la circunvalación, desembocando una vez más en la víspera de la primera terminal. —Después de todo, el tráfico aeroportuario está benevolente hoy— dijo en voz alta, explicándole a alguien su decisión.

La rampa comenzaba a torcerse hacía el norte y las luces de los frenos que iban a la vanguardia ya le quemaban los ojos. Se había dispuesto en el carril derecho del retorno, lo que le otorgaba una maravillosa vista periférica hacia oriente.

Detenido, miraba el sol brillante acelerar su trepada, desoyendo las plegarias de los vehículos a los que sus rayos besaban impiadosamente. Una fila se había formado entre seis o siete aviones y se llegaba a vislumbrar debajo de ese brillo cegador y aunque se encontrasen a medio kilómetro del suelo, no parecían estar volando. Él nunca había visto algo semejante, no podía entender cómo lograban esas bestias metálicas esperar sin desplazarse un milímetro. Aguardaban su turno sin inquietudes, desafiando la gravedad que inútilmente las reclamaba en el reino de los mortales. —Dios me otorgue la paciencia inquebrantable de la física— se dijo.

Mientras el caucho de su vehículo besaba la conjunción entre el retorno y el trazo entre las terminales notó que su reloj había avanzado más de media hora. El calor dentro del habitáculo crecía, y con él, una desesperación cautiva que lo alcanzaba desde hacía algunos minutos, cuando había visto, sobre el hormigón de la rampa, el caudal de autos que llegaban a una circunvalación tan abarrotada que ya no se distinguía su superficie. Adelante, una procesión de autos, camionetas y buses danzaba intercambiando ademanes y señales de giro. Desesperados por abrirse paso hacía las aceras de descarga, los conductores hacían gritar a las bocinas, acompañándolas con sus brazos, que se agitaban fusionando señales de protesta, insultos y cordiales gestos para solicitar el paso. Desde la impasible calzada subía un aroma a polvo caliente, que en su ascenso se tiznaba con los humos transparentes pero perceptibles de los motores que bramaban impacientes. El verde del césped que alguna vez pobló ese llano solo era distinguible en los canteros que, adobados con colillas muertas, decoraban en vano el boulevard que flanqueaba el lado izquierdo de la circunvalación.

Abrió la ventana para encender un cigarrillo —es el segundo ya—, se torturó. Se había desacostumbrado a lidiar con las desesperaciones ajenas que el tráfico matutino otorga. En algún momento —hace más años de lo que le parecía— una responsabilidad lo empujaba a trasladarse largos kilómetros hacia el centro de una ciudad que ya no le pertenecía. Aquel camino era, aunque también congestionado, directo y fatal como una flecha; y en su destino lo esperaba la cotidiana sorpresa de una monótona oficina en donde, a pesar de su rol ejecutor, las cosas sucedían por sí solas. —No me desesperaba tanto, y eso que era más largo y tedioso— recordó. —Solo aquella casilla de peaje, que aumentaba cada día algunos pesos.  Inviable — dijo en voz alta, decorando el recuerdo con jirones de pesimismo. No podía sucumbir tan vehementemente a la nostalgia.

Absorto por completo en las conversaciones que sostenían los protagonistas de su programa, había olvidado el goteo del reloj. Era un podcast conversacional que se emitía a diario por una plataforma digital. Él lo sintonizaba con religiosa periodicidad: hace algunos años, compensaba sus noches solitarias y sus viajes diarios con la mesa que lo invitaba a participar en conversaciones que le pertenecían a la distancia. No mucho había cambiado en ese sentido, todo era evitable con los métodos correctos.

Inmutable ante el caos que acaecía en los carriles contiguos, había archivado su desesperación en un espacio que ya no predominaba en su cabeza. Estaba cómodo; por momentos tanto que empezaba a sonreír como si estuviese en su sillón. Allí también estaría sentado, escuchando su programa y contaría también con la libertad a la que la soledad -y el tráfico- lo condena. El sol, que antes lo castigaba de manera oblicua, ahora lo perdonaba, obstruido por las cosas que tenía a su paso.

— Como no me traje un bocadillo — pensó. El hambre parecía lo único que lo sacaba de la errante comodidad del embotellamiento. Aislado en su pensamiento, participaba en silencio de las conversaciones que escapaban de su estéreo. Miraba las aceras de las terminales en donde los coches se detenían de manera contumaz, atareando a los pasajeros con la bajada de valijas, mientras los otros vehículos remedaban su impaciencia con la certeza de que ellos harían lo mismo en breve. Él no tenía motivo que lo sacara de la pasiva conducción hacia la salida sur, que aún no se anunciaba en el horizonte. El poco sol que se filtraba entre las terminales le besaba la frente; arropándolo en su cansancio e invitándolo a degustar un avance de la siesta que se echaría al llegar a casa.

Aceleraba, frenaba, volvía a acelerar; la marcha lo iba paseando lentamente por el trazo aeroportuario. Sin perder de vista el parachoques del impaciente sedán que tenía adelante, se perdía entre el mar de gente que esperaba los buses en la columnata que servía de medianera entre el ajetreo peatonal y el vehicular.

Cerca de una de las columnas, había un rostro que desentonaba. Una señora asiática de unos sesenta años no parecía molesta por la espera que se le imponía. Tenía una cara redonda, besada por algún malestar cutáneo que le enrojecía la piel, ornamentada con sonrisas y ademanes extraños que hacía mientras se tomaba fotos con los carteles del bus. De sus gestos brotaba una alegría que contrastaba violentamente con lo que sucedía en su entorno.

— No se entusiasme tanto, señora. Solo ha cambiado de lugar— condenó cínicamente a la viajera.

Recordaba en esos primeros viajes, cuando la brisa extranjera lo bienvenía golpeándole la cara con su temperatura inesperada, arrastrando los aromas exóticos de todos los productos que esta tierra extranjera tendría para revelar. Todavía le sucedía cuando pasaba por alguna esquina y un aroma que lo llevaba de nuevo hacía ese lugar. Los olores siempre le habían hecho volver por instantes al pasado; a veces ignorando el punto exacto a donde volvía. Se detenía a olfatear buscando en su cabeza una imagen tan vivida que acompañe a su nariz en el traslado de su alma, pero era inútil: era tan solo un recuerdo y se esfumaba pronto.

Detuvo la mirada en esa señora. Se la veía tan entusiasmada que se lamentó de su propio cinismo. ¿Se habrían acaso filtrado, entre los vapores que el asfalto y los caños de escape imponen, olores de comidas extranjeras empujados por una brisa de temperatura novedosa? ¿Sería esta sensación la que la anciana busque desesperadamente, olfateando como un sabueso las esquinas futuras en las que el corazón se le aplome?

Un bus de pasajeros le obstruyó la vista y, con su retirada, se llevó a la señora asiática a seguir con su incansable colección de futuros recuerdos. —Bienvenida— pensó, dirigiendo su mirada a la columna que, ahora vacía, le ofrecía un cartel desconcertante: Terminal 4.

El podcast que lo acompañaba había terminado un rato antes, indicando al menos el paso de tres horas desde su reingreso a la circunvalación. Su estómago revolvía solo ausencia. Durante las primeras horas lo había podido controlar a fuerza de tabaco, pero la sensación de languidez se iba tornando impostergable. Afuera, el crujido de los frenos se superponía a las impacientes revoluciones de motores a gasoil. Ahora el sol partía al medio los capós de los autos, cayendo verticalmente como un reloj que lloraba anunciando las doce.

Haciendo cálculos aproximados, tenía la esperanza de llegar a la salida sur en poco tiempo. El tráfico había amainado un poco, pero las distancias frente a él parecían alargarse. Pensaba en que estaría haciendo su novia ahora —Duerme seguramente—, se rió. Siempre que viajaban juntos, ella dormía desarmada y él le prestaba su hombro para que el cuello no le ceda por completo. Él no dormía en los vuelos; sobre su cabeza rumiaba circundante una sensación de inquietud que no se lo permitía, por eso, ella siempre le llevaba algunos bocadillos para que las largas horas tuviesen mojones que las dividieran. Hoy no tenía ningún bocadillo y, sin embargo, aunque hambriento, no había necesitado mojones que separen su carrera por la circunvalación. Impermeable al paso del tiempo, habitó la mañana en tránsito con el hambre creciente como su única clepsidra.

—Va a llegar antes ella que yo— pensó casi riéndose. Había dejado atrás la última curva y, mientras los carteles marcaban la entrada a la terminal siete, se obstinó a mantenerse en el carril derecho para no perder su salida; aun sabiendo que tendría que lidiar con aquellos que ingenuamente se detienen a dejar a sus pasajeros al borde de la columnata.

Cuarenta minutos habían pasado desde que miró el reloj por última vez y, sopesando con minuciosidad el segmento de camino en el que se encontraba, se iba preparando para tomar la salida sur con destino a su casa. Los carteles a su derecha indicaban que se estaba acabando la terminal ocho; la columnata, por su parte, se perdía frente a él, augurando la última puerta de ascenso y descenso de pasajeros. El tráfico era fluido; casi la totalidad de los choferes habían transitado ya la apurada tristeza de despedir a sus pasajeros y se aprestaban a la salida que les correspondía. Él no dejaba de mirar hacia el frente, ojeando los carteles desde su carril, listo para dar aquel volantazo liberador que lo encause hacía su casa.

Había llegado el momento; pero con él crecía la desesperación y la incertidumbre. La salida sur, que en su recuerdo se anunciaba inconfundiblemente con un cartel amarillo, parecía no llegar nunca. El decorado de los canteros había terminado y con él se había esfumado el tránsito de los querellantes vehículos que se incorporaban a la calzada. Levantó su pie del acelerador, que ahora lo invitaba a vengarse de las horas de atasco, y leyó los carteles de salida: “Salida Norte”, “Retorno a Circunvalación”.

La rampa se volvía a torcer en dirección norte hacia la terminal y el tráfico lo encontró otra vez con sus ojos mirando a oriente. Seis o siete aviones flotaban, pacientes, aguardando las órdenes de la torre de control, cegados por un sol que ahora les llegaba de frente y pintaba sus narices de un naranja asalmonado. —Pobres pasajeros, qué espera más larga— se dijo mientras un apurado bus de pasajeros le cerraba el paso.

El retorno se fundía con la circunvalación y tras el hormigón se insinuaba un tráfico más liviano en las terminales. —Al llegar a casa, dormiré un rato más— pensó.

Marcos Waller

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