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A𝑓elio

Aug 26, 2024

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A𝑓elio
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He de reconocer que me es difícil encontrar la sensibilidad en las melodías nacientes del anonimato, del tiempo y de la soledad y allí, detrás del olmo donde arrojábamos nuestras cabezas para descansar, el paraíso se vuelve difuso nuevamente. Hay veces en las que me repito de forma constante, como teselaciones, aunque éstas no parezcan reconocer dónde es que terminan o dónde es que comienzan. Imaginá separarte de tu cuerpo por un instante, ¿qué ves? 

¿Quién eres hoy?

Un árbol, un mangangá sobre un palo podrido, una sombra. 

No solía preguntármelo hasta que percibí mi futuro a través de tus áridas manos.

Me rindo, he de reconocerlo. He soplado contra Céfiro hasta el cansancio y aún así no he conseguido el evitar despeinarme. Sus pulidos guijarros se asemejan a espejos mar–afilados capaces de dejar ciego hasta el tronco más torcido / al reflejar sobre ellos la luz de la estrella que te indica despertar, dormir y soñar, 

soñar con el júbilo del nuevo día y la melancolía que silba por lo bajo en las nostálgicas noches de verano.

Aún duermo debajo del largo saco negro que me diste, cubriéndome de las tormentas estacionarias y las pestes mientras intento acomodar mi silueta entre los cráteres añejos del Cuerpo Eterno: el primer espécimen en ser, en fracasar, en arrojarse. Imaginá verte desde lejos, 

¿qué ves cuando saltas?

¿Acaso puedes verme viéndote? 

También me lo he preguntado.

 

¡Que lindo se vería ese árbol en invierno! Un esqueleto frágil, sin cobijo, sin sombra ni reflejo y aún así combustible. Sobre la coronilla de Morfeo se retrae la vigilia como una perla en honor al brillo ambarino de tan colosal satélite. Existió alguna vez un señor que vivió lejos del pueblo, allá en la ciudad del mercado agrícola, el cual solía pintarlas. Tantos días, tantos años, tantas vidas y aquella aureola noctilucente aún pareciera asemejarse a nuestra plateada lozanía — u al verdor, espesor y sudor que los trópicos generan entre nubes de vapor suspendidas en el aire y que, como prismas, desvían haces de luz por sobre el valle lampiño de tu camisa desprendida,

hasta el segundo botón indicaba prudencia,

al quinto ya no importaba.

 

Las ranas explotadas y secas por el calor devolvían nuestra mirada a tiempos más simples. Uno que solíamos llamar hogar. Sin embargo la historia me recuerda a hechos que no han ocurrido más que en mis sueños y vaya uno a saber qué será lo que pasará. Recuerdo haberte preguntado «¿dónde estará la felicidad?» y acto seguido una luz se hizo detrás de tu silueta y luego se formó el silencio. 

He de considerarlo… Ésta única letra sobre mi frente es una maldición. Soy un jiang shi que se devora asimismo por orden y devoción al delicado y oculto vacío del mundo y que, al igual que un pichón enfermo, ha entregado su vuelo al paso de la guadaña que revolotea, silba y observa cómo la idealización del hombre se deshace ante las hormigas recolectoras que surcan —como esporádicas pulsaciones nerviosas— aquella piedra preciosa que ha inspirado por siglos a los veneradores de la belleza y a los temerosos del olvido.

Seamos pájaros pensé, seamos nubes. Seamos más que la percepción regente sobre nuestros cadáveres incluso reducidos.

Y en ese momento lo noté. La sensibilidad luce como la copa de un árbol.

¿Lográs visualizar la insignificancia?

Luce igual de habitable como la sombra de un anacahuita fatigado por el oleaje abrasador que anuncia, al tronar de los cuatro vientos, la última tormenta; 

el fin del mundo, 

de éste, 

aquí dentro.

 

Contengo los restos del concepto que intentó dar un ápice de luz al vacío y pereció en el intento [y es que] entre sus escombros, machacados hasta las encías, rebrotó un jardín en pos de perpetuar el horror más allá de lo inimaginable. Volví a ver sobre tu hombro y ese índice de esperanza pareció desaparecer, por un instante, detrás del cristal: un navajazo ágil, perjudicial. Un quiebre que amenaza con la luz capaz de enseñar aquello que duerme debajo la piel, debajo los músculos, debajo las venas e incluso los huesos,

la sangre;

líquido que recorre los cuerpos petrificados por sales que son, en última instancia, alimento de las aves recluidas más allá del peligro rapaz que perece con tan sólo aproximárseles.

Y por ahí va la tijereta, alborotada ante la iridiscencia de cúmulos que revientan y manchan la roja esfera que encandila, a su vez, al apresurado desfile del comité celestial por entre las ramas, titubeando: «la vía láctea no es más que una miríada de estrellas y, entre ellas, amasa Algieba el pan para la hormiga reina».

Fue ese día —recordé. Al tronar las sienes lo noté. Ese día el agua mansa se tornó entre esbozos un cañón gigante, inmenso, capaz de alojar allí otra tierra y conservar el espacio suficiente como pa’ efectuar un salto en caída libre. En alguna vida pasada me arrojé, sí, esa fue la causa de mi muerte.

Antes sembraba brotes bifurcados y me extendía por las madrugadas sobre el rocío del pasto cortado cada seis días entrado el mes y ahora sólo me digno, no sé hace cuánto, a permanecer aquí, flotando entre la inmensidad que también alberga las titánicas tempestades producidas al soplar el monzón,

con–moviendo al eterno azul eléctrico y a lo que fue de mí:

aún parte del polvo y no mucho más.

 

¿No eran acaso nuestros cuerpos los recipientes del espíritu divino?, ¡pues cuánta tristeza habrá sentido el mío! Heredé de sus terrenos el lote baldío y una endeble armadura plateada, como de querubín, el día que nació también del frenesí la llovizna y descendió consigo, como primavera híbrida, un coro de veintitrés ídolos iluminados con las insignias del principio fundamental de la creación, la transmutación y el caos.

Y soñé por un momento que era aire, un cuerpo volátil, frágil como un pañuelo de bordes blancos suspendido en la acera paralela a una fila de edificios metálicos. Me supe físico y recordé lo que pareció ser, desde lejos, un gato que observaba con curiosidad mi zapato de tacón y la sombra de los bancos comenzaron a proyectarse sobre el plano como simulando, con un vago bosquejo, árboles pelados [y] ahora heme aquí, con manos tranquilas y hombros descubiertos, observando cómo cae el sol entre los vanos de cristal que dibujan la mía sobre el muro a contracara [1]. Escuché algo y de frente no vi nada. Al voltear, me percaté del desfile de cascarudos sobre el asfalto, uno por uno, llevándose gotas que también eran mías y al notar mi levedad me precipité; mi cuerpo se torno pérdida de boca de incendio y me volví a evaporar; floté por entre las ventanas y un rumor (o tu eco) me resultó conocido...

Y allí, entre las tacuaras —brotes de bambú oriental— nació el fuego. Y entre los tallos, en lugar de un bebé dorado —encomendada luego a la luna— había, con temor de muerte prematura, un pequeño armiño revolcándose entre las hojas al asumir como suyos los labios de quien le besaba. Mantúvose por un instante, como en extraño éxtasis, el revoloteo aniñado de la curiosidad, del descubrimiento, del tacto y la llamarada,

provocada por una chispa de su ilusión [y] la corteza, seca de su pecho,

dotó a la luna de truenos. 

Pecho blanco

enrojecimiento yeta

cuadro de bicicleta desarmado 

y los perros ladran;

rueda al piso

tacón, zapato, tacón

cuchillo en mano;

crucé por entre un recuerdo y volví a escucharte. Me preguntaste «¿todo bien?» y no supe qué responder. No tenía modo de saber si era o no de tu interés. A través de la ventana el cielo se tornó ceniza y al segundo reventó, a las pedradas, en granizo.

Verás, si mal no recuerdo, «es como si dios envolviera nuestro amor y él mismo estuviese de acuerdo» pero un manto grisáceo impide y oculta de mí esa tonalidad de rosa que nunca antes había visto: rubor predominante de tus párpados. 

De perfil creí, por un instante, confundirte con una escultura voluminosa y pasmada de sueño, de andanza, hasta que volví a hacerlo, recuerdo, a la distancia y aquel porte me recordó a la complexión del guepardo u a la densidad del humo que las chimeneas esparcen por entre el fresco que atrae, consigo, el deseo de caída o despojo de la corporeidad que impide, así como las directrices de pensamiento, el roce–raso de las efervescencias elementales que nacen de la ilusión u el ánimo de traspasar los límites carnales que no suponen más que el distanciamiento de las esencias que hacen de ti [o de mí] un ente interesante,

ante otros invisible.

Notas

[1] Véase Capuletti, José Manuel x Le dernière heure (c. 1925-1978)

 

Charles De Vis

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