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    acá estaba la casa de mis abuelos

    millie

    Jan 7, 2025

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    Todos los domingos arrancaban iguales. Nos levantábamos tarde, un poco antes del mediodía, y nos subíamos al auto para ir hacia un lugar lejano. Lugar cuya ubicación no descubrí hasta hace unos pocos años, cuando mi papá me dijo: “Mirá, acá estaba la casa de tus abuelos”, señalando un edificio frío y sin personalidad.

    Del viaje solo me quedaron fragmentos. Una avenida ancha, sin árboles. Comercios, galpones, una vía de tren. Y después, una baja reja blanca donde mi abuela nos esperaba sentada, con su sonrisa chiquita, sus anteojos grandes, y su característico delantal de cocina sin pechera. Atrás, sombra y plantas. Recuerdo atravesar la reja y sentir que cambiaba la temperatura: siempre estaba fresco, en contraste con el calor que hacía en la calle.

    Detrás de la puerta de entrada, el living: un piano grande, sillones verde inglés y una sensación de pausa eterna, como si nadie lo habitara. A un lado, la entrada a un galpón con olor a taller mecánico y manchas de aceite en el piso. Arriba, colgando de la pared, medio auto de carreras.

    Para mis ojos de 5 años, la casa era un laberinto. Un taller de costura sobre un escalón, habitaciones oscuras con piso de madera crujiente, un comedor antiguo y una cocina con una mesada gigante donde mi abuela hacía los ñoquis. Más allá, el quincho, siempre lleno de gente en Año Nuevo y Navidad. Mi abuelo, porteño de nacimiento pero enamorado del campo, hacía el asado mientras yo miraba con curiosidad un almanaque con paisajes rurales y un perfil de gaucho tallado en madera que colgaba arriba de la parrilla.

    Se podía llegar al quincho atravesando todas las habitaciones o tomando un atajo por un patio exterior luminoso, con baldosas rasposas (casi tanto como la barba de mi abuelo). A veces me caía jugando ahí y abandonaba el intento. Entonces subía al jardín. Un espacio frondoso, húmedo, donde todo parecía más grande. El caminito más llamativo pasaba bajo un arco de hierro oxidado cubierto de rosas. Al fondo, una bomba de agua verde vigilaba el pasillo que llevaba a la figura: una estatua con forma de tiki. De noche, sus ojos parecían brillar. Nunca supe bien qué era, pero me asustaba cada vez que me atrevía a caminar sola por ahí cuando oscurecía.

    El regreso siempre era igual. El jardín quedaba atrás, las luces se apagaban, y el movimiento del auto era un arrullo inevitable. Me despertaba ya en mi cama, como si todo hubiera sido un sueño.

    A veces pienso en los detalles que no registré o en las memorias inventadas, producto de una imaginación joven y viva. Me pregunto si este edificio que ahora ocupa el lugar de la casa de mis abuelos guardará en sus cimientos estas historias, las que pasaron y las que “pasaron”. Quizás los recuerdos no necesitan paredes de ladrillo para sobrevivir. Siguen vivos cada vez que cierro los ojos y recorro, una vez más, aquel jardín, aquellas habitaciones, aquel porche frío que me anunciaba que había llegado, una vez más, a lo de mis abuelos.

    millie

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