Fue abierta de un golpe la pesada puerta metálica y Absalón arrojado en el calabozo.
Le costó acostumbrarse los primeros días a dormir en el suelo y la humedad que se palpaba en el ambiente.
Poco a poco se apegó a una rutina: despertar, dar un largo bostezo para renovar el aire de los pulmones, hacer una sesión de meditación, observar el amanecer, esperar mucho tiempo, muchísimo, y luego disfrutar el desayuno.
Por lo general lo alimentaban a base de pan y agua, aunque cada tanto los cocineros se levantaban inspirados, dándole agua y pan.
Llevaba a cuenta de su estadía allí con marcas diarias en la pared.
Por la tarde intentaba imaginar un nuevo color y luego daba trescientas treinta y tres vueltas alrededor de la celda en sentido antihorario. Esto último para prevenir el cáncer de útero.
Sin falta se asomaba por la pequeña ventana cercana al techo y contemplaba el vacío paisaje en busca de alguna perturbación a su monotonía.
Tras ello aguardaba la cena, ansioso de degustar una deliciosa porción de pan de hace una semana y un sucio tarro de agua, justo cual perro que no se cansa de comer siempre lo mismo.
Finalmente se recostaba en un rincón de la celda que inapelablemente era su cama y comenzaba a contar murciélagos para dormir. Estos son animales nocturnos así que le resultaban más apropiados que las ovejas para conciliar el sueño.
Otra cosa sí, pero lógica jamás faltaba junto al sabio Absalón.
Cada cierto tiempo determinado por el azar y el humor de los guardias, le tocaba una ducha, que consistía en un balde de agua de no más de seis litros con el que debía quitarse del cuerpo la mayor cantidad de suciedad posible sin casi mojar el suelo.
Una tarea aparentemente imposible al sentido común, pero que para Absalón no tenía importancia, ya que nunca tomaba un baño, en cambio se dedicaba a observarse en el vago reflejo que ofrecía la superficie del líquido durante horas.
Pasado un rato los guardias notaban su desinterés en la higiene y le retiraban el balde. Con el tiempo se acostumbraron a ello, pero jamás dejaron de llevarle agua, quizá con la esperanza de algún día matar su hedor.
Pero a pesar de su apego a la mugre y la molestia que eso causaba, lo compensaba divirtiendo a los guardias. Pues bien, el recluso tenía una curiosa y casi patológica obsesión con su reflejo, siendo capaz de observar inmutable la superficie del agua durante largos lapsos de tiempo y sin pestañear.
Como si no se conociera a sí mismo, o peor, se conociera demasiado.
Cuando no estaba ocupando apreciándose o haciendo nada, se colgaba del borde de la ventanilla y alzaba la vista lo más lejos que podía, pero sin importar la dirección a donde mirase, solo lograba divisar vacío. Una argamasa de gris y blanco sucio del que no se lograba distinguir si lo observado era agua o neblina.
El inicio de un nuevo día se daba a conocer por una mutación del mismo gris, más o menos sucio. Jamás divisó un día lluvioso a lo largo de su inabarcable estadía.
A lo lejos y muy infrecuentemente se lograba divisar un árbol, siempre en la misma posición y locación, sin nada que demostrase su conexión a tierra, parecía flotar.
También cambiaba de especie, a veces era más oscuro y a veces más claro, a veces alto y a veces muy bajito; a veces tenía frutos y a veces no, a veces era muy tupido y otras contaba con escasas hojas en sus ramas. Una vez era de un solo color casi homogéneo y otra era de hojas coloridas como las de un jacarandá. Pero algo era seguro e inmutable. Permanecía igual de principio a fin, siempre el mismo árbol, sin importar su forma, color o tamaño.
Una noche lo despertaron de su letargo con un portazo, tocaba día de baño, o en su caso, día de espejo. Se arrodilló frente al balde, se inclinó hacia adelante, pestañeó cuatro veces y pasó las siguientes tres horas y treintaitrés minutos observándose sin cerrar los ojos.
Luego, hizo algo que nunca antes había hecho, metió su mano en el agua en un impulso ajeno y estiró el brazo tanto como pudo, pasando la muñeca, el antebrazo, el codo y casi el hombro.
Sintió algo extraño al tacto, lo primero no muerto en mucho tiempo; lo aferró decidido e intentó sacarlo del balde, reclamarlo para sí, pero se resistía. Fue ahí interrumpido por una segunda mano que emergió del agua y lo tomó devuelta.
La extremidad intrusa tiró y lo venció, hundiéndolo en el balde hasta que su rostro emergió del otro lado. Allí vio que aquello que sostenía y lo sostenía era nada menos que él mismo. Horrorizados, ambos se soltaron y Absalón saltó fuera del balde, de regreso a su hogar abarrotado.
El barullo atrajo a los carceleros, quienes se encontraron con el recluso mojado y tiritante y tres cuartas partes del agua derramada. Le preguntaron qué había ocurrido, pero él no pudo comprenderlos a pesar de saber lo que decían, entonces no contestó.
Al no recibir respuesta recogieron el balde y abandonaron al hombre su esquina. Él no durmió esa vez.
Transcurrieron eones desde aquel acontecimiento sin que nada nuevo alterase la rutina del prisionero. Innumerables apariencias había tomado el árbol flotante y no existía ya un sistema numérico que pudiese contener la cantidad de días que llevaba contenido en esa habitación.
Los guardias llegaban y se volvían, él los veía crecer y morir, pero jamás envejecía ni un poco. Era amplio testigo del ciclo de la vida.
Aún así ya no se sentía encerrado, para él no existía un mundo fuera de aquella rústica habitación. Su rutina era ahora una religión, su Dios el árbol flotante; sus ángeles, los carceleros; su oración era el agua del balde y el demonio era el clon a quien no había vuelto a ver, aunque desde entonces miró con recelo el balde. Jamás se duchó.
Se percibía completo, nada le faltaba ni le sobraba, tampoco tenía ganas de escapar.
Al fin y al cabo, el amor por esas cuatro paredes le hizo sentirse libre al preso.
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