Abolir la cárcel: crítica total al sistema penal como forma de violencia legal
Jul 18, 2025

Introducción
En las últimas décadas, los discursos sobre seguridad, justicia y castigo han ocupado un lugar central en la agenda pública y política de los Estados modernos. Desde los medios de comunicación hasta las políticas gubernamentales, la cárcel sigue siendo presentada como la solución evidente frente al delito, la violencia y el conflicto social. Sin embargo, lejos de ofrecer reparación, prevención o reinserción, el sistema penal actúa como una tecnología de control, exclusión y disciplinamiento de los cuerpos racializados, feminizados y empobrecidos.
Este trabajo parte de una postura abolicionista total, que no sólo cuestiona el sistema carcelario como institución concreta, sino que rechaza la legitimidad misma del castigo como respuesta al daño. Desde una perspectiva crítica e interdisciplinaria, proponemos desmontar la lógica punitiva que estructura nuestras formas de entender la justicia, y abrir el debate hacia horizontes políticos y éticos basados en la reparación, el cuidado colectivo y la transformación social profunda.
La hipótesis que guía este ensayo sostiene que el sistema penal —lejos de ser una herramienta de protección social— opera como un dispositivo que perpetúa las desigualdades estructurales, produce violencias institucionales y bloquea la posibilidad de pensar alternativas comunitarias y no punitivas al conflicto. Frente a la fantasía del castigo como garantía de orden, proponemos recuperar genealogías históricas y teóricas que nos permitan imaginar, desde América Latina, una justicia que no pase por la jaula.
Historia y función del sistema penal
Lejos de ser una respuesta natural al crimen, el sistema penal moderno es una construcción histórica anclada en el surgimiento del Estado moderno, el capitalismo industrial y las formas disciplinarias de control social. Como ha demostrado Michel Foucault en Vigilar y castigar (1975), la cárcel reemplazó a los castigos corporales no por ser más humana, sino por ser más eficaz en el control de los cuerpos y las conductas. La lógica punitiva dejó de centrarse en el suplicio visible para trasladarse a una forma de vigilancia permanente, que extiende sus efectos más allá del encierro.
Desde sus orígenes, la cárcel ha funcionado como una institución destinada a administrar los excedentes sociales del capitalismo: las personas pobres, racializadas, disidentes, desempleadas o consideradas improductivas para el orden económico dominante. En América Latina, este proceso se vio intensificado por las formas coloniales de castigo y sometimiento, que perduran en la criminalización selectiva de sectores históricamente oprimidos.
A medida que el neoliberalismo profundiza la desigualdad estructural, la cárcel se consolida como un recurso privilegiado del Estado para contener los efectos sociales del despojo. Como afirma Ruth Wilson Gilmore (2007), “las cárceles son respuestas espaciales a crisis políticas”; su proliferación no resuelve el conflicto social, sino que lo gestiona a través del encierro.
Así, el sistema penal no sólo castiga determinadas conductas, sino que produce las condiciones para que ciertas poblaciones —y no otras— sean sistemáticamente expulsadas del tejido social bajo la forma del encierro. Se trata de un mecanismo de clasificación y segregación social que se legitima con un discurso de justicia, pero que responde, en el fondo, a una lógica de exclusión.
Critica abolicionista
El abolicionismo penal no es una postura ingenua ni una utopía moralizante: es una crítica radical al sistema punitivo en su totalidad. A diferencia del reformismo, que busca “mejorar” las cárceles o hacerlas más “humanas”, el abolicionismo sostiene que no puede haber justicia en un sistema basado en la venganza institucional, la desigualdad estructural y la exclusión de los cuerpos considerados descartables.
Una de las críticas centrales del abolicionismo apunta al mito de la cárcel como herramienta de rehabilitación. A pesar de que el discurso jurídico insiste en la reinserción social, las condiciones materiales de las prisiones —hacinamiento, violencia sistemática, tortura, aislamiento, abuso sexual, despojo de vínculos y derechos— configuran un entorno que solo puede producir más trauma y marginalidad. Como plantea Angela Davis (2003), la prisión no transforma a las personas: las despoja.
Tampoco puede sostenerse la idea de la cárcel como forma de reparación. En ningún caso el encierro revierte el daño causado ni repara a la víctima. Por el contrario, desplaza el foco del conflicto y lo convierte en espectáculo penal. En lugar de preguntarse por las condiciones que produjeron el daño, el sistema penal se limita a castigar a un individuo —generalmente pobre, racializado, sin acceso a defensa legal—, invisibilizando los contextos y estructuras de violencia que lo rodean. El castigo se transforma en un fin en sí mismo.
La cárcel, además, refuerza las jerarquías sociales. No todos los delitos son perseguidos con la misma intensidad: el robo de alimentos o la venta de drogas a baja escala son castigados con todo el peso de la ley, mientras que los crímenes económicos, la evasión fiscal o los delitos de cuello blanco rara vez terminan en prisión. Lo mismo ocurre con los feminicidios, que en muchos casos son precedidos por denuncias ignoradas o mal gestionadas por el sistema judicial. El sistema penal, lejos de proteger a las mujeres y disidencias, suele revictimizarlas, ignorarlas o utilizarlas como excusa para endurecer políticas represivas.
El abolicionismo propone desmantelar esta maquinaria de castigo y reemplazarla por formas comunitarias de resolución de conflictos, centradas en la reparación del daño y no en la venganza. Frente a la fantasía de que la cárcel mantiene el orden social, lo que sostiene es una estructura profundamente desigual que define quién merece cuidado y quién merece encierro.
Propuestas abolicionistas y horizontes posibles
Pensar una justicia más allá del castigo no implica desconocer la existencia del daño. El abolicionismo penal no propone impunidad, sino una transformación radical de las formas en que abordamos el conflicto, la violencia y el dolor. Se trata de desplazar el centro de gravedad desde el castigo hacia la reparación, el reconocimiento y la responsabilidad colectiva.
En América Latina, donde la violencia institucional y la criminalización de la pobreza son moneda corriente, las cárceles se consolidan como dispositivos coloniales de gestión de cuerpos excedentes. En Argentina, según datos del Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena, más del 60% de las personas privadas de libertad no terminaron la secundaria. La mayoría son jóvenes varones pobres, muchos de ellos detenidos en prisión preventiva sin condena firme. Lejos de ser excepcionales, estas cifras evidencian el carácter selectivo del sistema penal, que castiga con mayor crudeza a quienes ya han sido despojados por el mercado, el Estado y la historia.
El caso de las mujeres encarceladas por abortos o partos en contexto de vulnerabilidad —como ocurrió con Belén en Tucumán en 2016— es un ejemplo paradigmático de cómo el sistema judicial reproduce violencias patriarcales con ropaje legal. Aunque el aborto fue legalizado en 2020, persisten prácticas institucionales que criminalizan a mujeres, especialmente pobres, por decisiones reproductivas o situaciones de salud obstétrica. Las cárceles de mujeres, además, muestran otro rostro de la penalización: el de las cuidadoras castigadas, muchas veces presas por delitos vinculados a la supervivencia, como el narcomenudeo o los hurtos.
Frente a esto, emergen propuestas abolicionistas desde los feminismos populares, los movimientos antirracistas, las organizaciones de familiares de personas detenidas y los espacios de justicia restaurativa comunitaria. Estas experiencias no sólo denuncian la violencia estructural del sistema penal, sino que ensayan formas alternativas de resolución de conflictos: círculos restaurativos, prácticas de justicia indígena, redes de contención territorial, pedagogías del cuidado y de la responsabilidad compartida.
La justicia restaurativa, por ejemplo, busca generar espacios donde la persona que causó daño pueda reconocerlo, asumir responsabilidad y trabajar en la reparación simbólica y material hacia la persona afectada. Lejos del encierro, este enfoque prioriza el vínculo, la escucha, el acompañamiento y la transformación subjetiva. No se trata de sustituir un castigo por otro más amable, sino de desarmar la lógica de la venganza como respuesta automática al sufrimiento.
Sabemos que el camino abolicionista enfrenta resistencias fuertes: el miedo, el deseo de castigo, el imaginario del “monstruo” que debe ser encerrado para siempre. Pero esas resistencias no deben impedirnos pensar otros horizontes. Como afirma Mariame Kaba, “el abolicionismo es una visión política, pero también una práctica cotidiana. No se trata sólo de cerrar cárceles, sino de construir un mundo donde no las necesitemos”.
Conclusión
Este trabajo ha propuesto una crítica radical al sistema penal desde una perspectiva abolicionista total, entendiendo que las instituciones punitivas no son mecanismos de justicia ni de reparación, sino formas estructuradas de violencia estatal. A través del análisis histórico, teórico y contextual, se mostró que el castigo no actúa sobre el delito, sino sobre los cuerpos marcados por la desigualdad social, el racismo estructural y el patriarcado.
El sistema carcelario, lejos de resolver conflictos, los desplaza, los profundiza y los administra en función de intereses económicos, políticos y simbólicos. En este marco, la cárcel no es una herramienta fallida: es eficaz en aquello para lo que fue diseñada. El abolicionismo penal, en tanto, no debe entenderse como una simple negación del castigo, sino como un horizonte ético, político y comunitario que invita a pensar otras formas de abordar el daño, el conflicto y la responsabilidad.
Si el castigo es una respuesta automática a un modelo social basado en la exclusión, el abolicionismo se presenta como una invitación a construir un mundo donde el cuidado, la escucha y la transformación sustituyan al encierro. Lejos de la utopía ingenua, el abolicionismo es una necesidad urgente.
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