Se fue sin ruido, sin explicación,
dejando atrás mi corazón.
No hubo adiós, ni despedida,
solo el corte seco de su huida.
Le escribí con miedo, con devoción,
le pedí perdón sin razón.
Le hablé bajito, desde el dolor,
y él leyó todo, sin pudor.
No respondió, no dijo nada,
su indiferencia fue puñalada.
Y yo ahí, rota, casi sin voz,
rezando por alguien que no era Dios.
Amé su sombra, su forma incierta,
su risa rota, su alma muerta.
Pensé que era un sueño, una conexión,
pero fui la única en esa ilusión.
A veces vuelvo, sin querer,
a ese lugar donde lo supe perder.
Donde mis manos temblaban de amor
y a él, le daba igual mi temor.
Me arrastré por migas, por un final,
por una palabra, por algo verbal.
Y él, ni un gesto, ni una señal,
solo silencio, seco, brutal.
Yo era la herida, él el puñal.
Yo me moría, él tan normal.
Yo le lloraba desde la piel,
y él, tranquilo, fumando aquel.
Hoy ya no duele como dolía,
pero aún quema esa cobardía:
la de irse sin mirar atrás,
como si amarme no le pesara jamás.
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