Amor mío,
Te escribo con la lentitud de quien vuelve a hablar después de un largo silencio.
Con las manos aún húmedas del invierno,
con la voz aún herida por tu nombre.
No sé si me lees desde algún rincón sin cuerpo,
pero te escribo igual,
porque no hay otra forma de sostenerme sin romperme.
Al principio fue la caída.
No la dramática, sino la lenta:
la que no avisa,
la que se desliza por las costillas
como una sombra que se instala para siempre.
Tu muerte fue un agujero que no cerraba.
Me habité desde el hueco.
Dormí con tu ropa.
Silencié todo.
Creí que el mundo se había vuelto sordo porque ya no estabas.
Y tal vez lo estaba.
Tal vez yo también.
Viví semanas —no, meses— sin voz propia.
Hablaban tus fotos, hablaban tus camisas colgadas, hablaban los lugares donde ya no estabas.
Yo no.
Yo solo miraba.
Y dolía.
Hasta que un día,
no supe cuándo,
el llanto no llegó.
Y en su lugar,
un silencio distinto.
Un silencio sin cuchillos.
Un silencio sin amenaza.
Entonces entendí:
no era olvido.
No era abandono.
Era algo más leve, más frágil,
como una flor que crece entre escombros.
Estoy saliendo.
No de vos,
sino del naufragio.
Llevo tus restos en la garganta,
pero ya no me ahogo.
Camino más lento, pero camino.
He vuelto a mirar las ventanas.
He vuelto a escuchar la música que tanto te gustaba sin romperme en dos.
Amor, no estoy bien,
pero estoy viva.
Y eso, después de todo, es un comienzo.
He vuelto a escribir.
He vuelto a abrir los ojos sin miedo a no encontrarte.
A veces aún lloro.
Pero otras veces respiro.
Y en ese respiro, estás.
Sin peso.
Sin herida.
Como una sombra que ya no asusta,
como una canción lejana
que me arrulla en vez de hundirme.
No me curé.
Pero me sostengo.
Y en ese acto, tan pequeño y tan sagrado,
sé que también estás conmigo.
No como antes,
pero de otra manera.
Una que no entiendo,
pero acepto.
Y ahora quiero contarte el final —o el principio, no sé—
de esta carta que ha temblado entre mis manos como un pájaro que no sabía si volver a volar.
Hoy caminé entre árboles y el sol se filtraba entre las hojas.
No pensé en vos como ausencia, sino como brisa.
No dolías, amor.
No dolías.
Y en ese instante supe que algo se había transformado.
No fue olvido,
fue otra forma de presencia.
Ahora sé que seguir adelante no es traicionarte.
Es honrarte.
Es vivir también por vos.
Es construir algo con todo lo que me dejaste:
tu ternura,
tu silencio hermoso,
tu risa que aún late en alguna parte de mí.
Y si alguna vez vuelvo a caer,
si alguna vez la pena vuelve a subir por mis tobillos como agua helada,
prometo no rendirme.
Prometo recordarte no como pérdida,
sino como raíz.
Y florecer,
aunque tiemble.
Y amar otra vez,
sin que eso signifique borrarte.
Gracias por haber sido mi casa.
Gracias por enseñarme, aún en tu ausencia,
que la vida no deja de ser vida,
aunque duela.
Donde sea que estés,
llevo tu nombre adentro,
no como una herida,
sino como una semilla.
Con todo lo que quedó,
y con todo lo que, por fin,
está naciendo.
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