Tu partida consto en mí, un gran dolor. Te fuiste y no se muy bien donde. No puedo siquiera buscarte. Me hubiera encantado verte, aunque sea una vez más, pero han pasado 5 años y no tengo noticias tuyas.
Hace un mes decidimos ir a tu casa para habitarla, ya que no había rastros de tu vuelta pensamos que sería mejor vivir en ella que dejarla descuidarse con el tiempo. En el instante en que mi pie derecho piso el umbral de la puerta, me convertí nuevamente en una niña de 8 años. Bailando por la sala de estar al ritmo de tu música preferida mientras vos barrías, cocinabas y limpiabas ropa a la vez. La fantasía se rompió al escuchar un “Mamá” dirigido, esta vez, hacia mi persona. Ay mamita, me encantaría que la conozcas. Tiene tu nariz y los ojos de su padre, mi gran compañero. Tiene mi forma de caminar y de bailar y cantar por cualquier motivo. Es la mezcla perfecta de armonía y descontrol.
La casa parecía nunca haber sido desvivida. El polvo era poco. Todo estaba en su lugar, las sillas acomodadas perfectamente, la manta del sofá estaba en el sitio ideal para acurrucarse en una noche de invierno. Todo estaba dispuesto como si la casa nos recibiera contenta, solo faltaba tu abrazo para cerrar la bienvenida. Ya instalados, cruce el jardín para entrar a la pequeña casa de madera que habías denominado ‘tu amada oficina’ que de oficina no tenía nada. Parecía el salón de juegos de tu nieta en su antigua casa. Colores por las paredes, bastidores con pinturas tuyas que no llegaste a terminar, tu maquina de escribir con una historia a medio editar. Fue demasiado ver tu espacio sin vos. Pegue un portazo. Cerré la habitación con llave y la guardé en un lugar donde nadie pudiera encontrarla.
Pasaron los años y así el crecimiento mío, de mi compañero y de tu nieta. Él falleció cuando ya éramos grandes, tenía un problema en su corazón. Yo no podía creer como alguien que amó tanto pudiera tener fallado justo ese órgano. Después de esto, ella voló alto, se fue a vivir a un país lejano con uno de sus amores del momento. Y yo quede aquí en tu casa, en nuestra casa.
Un día soleado de otoño, muy cercano a la partida de mi niña, mientras me preparaba un mate en la cocina, el jarrón azul, ese que hiciste en tus clases de cerámica hace ya 40 años, se cayó de la estantería de la sala de estar. Me desplace hacia allí lo más rápido que pude y cuando llegue la imagen me inundo los ojos. La había olvidado por completo.
Entre los diversos trozos de cerámica de diferentes grosores, estaba posada la llave de la pequeña casa del jardín. Yo ya no podía agacharme para agarrarla. Tuve que hacer malabares con la escoba y la pala de barrer para lograr tenerla entre mis manos. Cuando la obtuve, la observé. Mire con basto detenimiento sus firuletes en un extremo y los dientes de diferentes medidas en el otro. Al tacto estaba tibia, como si alguien la hubiera estado tocando. Mi siguiente paso fue hacia su cerradura.
Caminé despacio hasta allí y abrí la puerta con extremo cuidado. Me imaginé una habitación mugrosa y llena de polvo, pero cuando por fin pude abrir las ventanas, que crujían en un llanto luego de tantos años cerradas, el poco polvo que había parecía ser una especie de magia flotante al proyectarse en la luz solar. Estaba cansada, hace mucho que no hacia tanto esfuerzo junto. Me senté en tu silla, frente a tu maquina de escribir y vi el mensaje que me dejaste en aquella hoja.
“El reloj, hija, en el reloj me encontraras…”
Mis ojos, casi con vida propia, se dirigieron al antiguo reloj de piso que tenías al lado de la puerta. Su robusta madera brillaba y los artefactos internos seguían moviéndose al ritmo que le inventamos al tiempo. Me acerque a él con un magnetismo inexplicable. Por una parte, tenía sentido que hayas estado allí todo este tiempo, pero, por otro lado, no tenia coherencia alguna. Apoyé mi rugosa mano sobre la puertecilla del reloj, las manecillas se frenaron en seco y se desplego ante mí un mundo desconocido. Me sentí volar hacia un enorme bosque con grandes claros de agua donde muchas mujeres se bañaban, nadaban, jugaban carreras, hacían chapuzones. Se me entumecían las mejillas de sonreír. Se me cansaron los ojos de buscarte. Me descalce y aunque se veía irreal, se sentía la firmeza del césped en mi tacto. Todo tenía un resplandeciente brillo a su alrededor. Las flores de los cerezos me hipnotizaron por un rato hasta que escuche unas carcajadas que llevaron mis oídos y ojos hacia la izquierda, donde había muchas jugando al buraco, al ajedrez o a la canasta. Otras jugando al truco o al chinchón sobre delicadas mesas de hierro modelado. Algunas vestían gigantes vestidos y muchas otras jeans, tops y zapatillas. Algunas tomaban tragos de autora y otras un té. Mi mente no comprendía. Me asuste. Quise volver atrás pero ahí estaba, yo misma dibujada en tu bastidor como si fuera un espejo y vos dándome la espalda, terminando los detalles de tu obra. El atardecer comenzaba a asomarse en frente tuyo.
Suavemente apoye mi mano en tu hombro. Sentí una especie de electricidad que recorrió mi cuerpo entero y libero una congoja, guardada por años en mi garganta. Mis pesadas y confundidas lagrimas caían en la tela del vestido que cubría tu hombro. Tu vestido favorito, el celeste que hacía resaltar tu pelo castaño que, como siempre que pintabas, lo tenías en un moño bajo que te hacías con uno de tus tantos pinceles. Seguías teniendo la edad que tenías cuando te fuiste. Estabas bellísima. No giraste a verme, pero posaste tu mano izquierda sobre la mía y la apretaste con ese cariño que nos caracterizaba. Aterciopelada, escuché de tu voz entre suspiros: “Pensé que nunca vendrías”. Mi piel se erizo por completo. No pude frenar el impulso de abrazarte. Tus besos en mis manos fueron la rompiente de mi mar interno. Juntas, con edades incongruentes, nos pasmamos mirando el poniente del sol. El ocaso había llegado y no podría haber elegido una mejor manera de mirarlo que contigo a mi lado.
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