Hay historias que no saben morirse, aunque uno las entierre con cuidado. Esta relación tiene vocación de fantasma. No se ve, no se nombra, pero sigue respirándonos en la nuca.
Hace años que comenzó, y comenzó como esas casualidades que uno no nota hasta que ya es demasiado tarde. Casi tres años han pasado desde que se volvió amor oficialmente, con todo el peso de la palabra amor: con risas, con sueños, con promesas que parecían eternas. Y desde entonces coleccionamos finales, como si cada cierre fuera solo el ensayo general de otro regreso que ambos sabíamos que era inminente.
Pero ese diciembre fue distinto. No fue pelea, no fue trueno. Fue ese silencio que pareció acuerdo, ese “ya basta” que sonó más adulto que doloroso.
Se sintió definitivo, casi lógico, casi necesario.
Como si el mundo estuviera cansado de vernos intentar lo mismo con los mismos errores.
Y aun así, lo que se sintió muerto no supo quedarse quieto.
Seguimos adelante como quien guarda una caja que no quiere abrir. Él buscó otros nombres, otras miradas, otros brazos donde encajar. Yo probé otros labios, otros abrazos, otras formas de sentirme segura.
No por despecho, no por venganza: por supervivencia.
Pero reemplazar no es lo mismo que olvidar.
Y olvidar no siempre significa soltar.
Las personas nuevas fueron capítulos breves, casi notas al margen. Había afecto, sí, pero no existía esa familiaridad conocida de quien se sabe de memoria tu silencio, ni la calma de quien no necesita explicación. Algunas historias sirven para distraer el corazón, pero pocas sirven para apagarlo.
Y esta no se apagó.
Se quedó encendida en luz bajita, como una lámpara de noche: discreta, necesaria, pero inevitable.
Ahora no estamos juntos. Tampoco estamos separados y resignados. No somos desconocidos que pueden cruzarse sin que tiemble algo adentro. No supimos jamás cómo serlo.
Somos eso que existe entre líneas, donde las palabras se quedan cortas y las definiciones sabemos que estorban.
No volvimos, pero seguimos regresando.
No lo decimos, pero lo sabemos.
Y a veces, aunque duela admitirlo, eso nos basta.
Sabemos que no es por decisión propia, sino por mandato ajeno.
Amigos, familia, voces alrededor que creen hablar desde el cariño, desde la razón, desde la realidad. Pero ellos no saben cuál es nuestra realidad.
No entienden que hay amores que no son lógicos, solo se sostienen.
Y aun obedeciendo, aun haciendo caso, hay un hilo que no se cortó. Quizá porque nunca intentamos cortarlo, solo esconderlo.
Aprendí que no todos los amores necesitan un contrato para ser verdad.
Hay vínculos que se alimentan de presencia, de memoria, de esa forma en la que dos personas se encuentran incluso cuando hacen el esfuerzo de no hacerlo.
Volver no es una decisión; a veces es un reflejo.
Quizá un día la vida nos dé una etiqueta completa. Sin prohibiciones, sin tener que explicarle a nadie por qué.
Y si ese día llega, ojalá no volvamos desde la carencia ni desde la nostalgia de lo que fuimos, sino desde la madurez de lo que somos ahora: dos personas que ya murieron y renacieron varias veces, incluso lejos una de la otra.
O quizá esta sea la forma debida.
Querernos sin escenario, sin ruido, sin exigir promesas.
A veces el amor no necesita un título; necesita tiempo.
A veces no necesita una respuesta; solo la certeza de que es algo verdadero.
Y si alguien pregunta por qué seguimos aquí, tendríamos que decirlo sin drama y sin culpa: porque hay amores que no terminan cuando se acaban.
Porque uno puede cerrar la puerta, pero no la casa. Porque hay personas que no se olvidan aunque no se nombren. Porque nuestro amor no depende de ser, solo de estar.
Este no es el inicio de nada, pero tampoco el final. Es esa parte intermedia donde el amor deja de ser incendio y se convierte en brasa. Donde ya no quema, pero sigue caliente. Donde no exige quedarse, pero tampoco permite irse.
Hay historias que no terminan.
No porque sean eternas,
sino porque todavía tienen algo que decir.
Brindo por que seamos eternos.
Siempre tuya, Alba.
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