A mi hermana Cintia

Tengo una hermana que se llama Cintia.

Mi historia no puede ser contada sin nombrarla. Ella llevaba catorce años en este mundo cuando yo llegué a su vida. Estuvo en mis primeros pasos y palabras, y supo estar para mí mucho antes de que yo pudiera estar para ella.

Antes de intentar comprender un poco las reglas de todo lo que me rodeaba, yo ya podía contar con sus explicaciones.

La vida nos enseña que hay cosas irrepetibles, únicas, que suceden una vez. Yo tengo la suerte de que ella suceda todos los días.

Cintia es hija, prima, tía, pero principalmente es mi mejor amiga. Es resiliencia, sabiduría, empatía, protección, contención cotidiana, lealtad y cuidado. Ojalá hubiese podido torcer el destino para que no fuese tan cruel con ella.

Guardiana con ojos de luna y manos que saben deshacer los nudos invisibles de los días, decir “hermana” es apenas un pobre intento de pronunciarla.

Ella sabe todo de mí: lo que fui y lo que quise no ser, lo que soy cuando nadie me ve. Ha sido, y sigue siendo, el refugio al que regreso cada vez que me siento pequeña frente a lo inmenso. Porque Cintia siempre está, no para juzgar, sino para acompañar. Y muchas veces también para resolver.

Y es que no hay nadie que me entienda como lo hace ella.

Mi hogar está donde habita su presencia. Y conozco la pureza y lo incondicional del amor porque conozco a mi hermana.

Quiero transitar todos los caminos de mi vida con la certeza de que, al llegar, se lo puedo contar mientras compartimos un mate.

Adélia Prado dice que “lo que la memoria ama es eterno”, y yo puedo decir que te amo con la memoria.