Aposentadas en las latitudes más recónditas de este planeta, se erigen salvadoras para los más protegidos entre los desprotegidos. Las comerciales, es cierto, abundan y crecen indiferentes al tiempo que invita a morir a todos los oficios y profesiones.
Brotan inconspicuas mientras nosotros pasamos de ellas. No solo ignoramos el olvidable entretejido que significa el mantenimiento de sus partes y el fino balance financiero que demandan, sino también la epopeya improbable que significó su inserción en el mundo material.
Olvidamos entonces que, en un momento particular —hace no tantos años—, un valiente ciudadano tuvo un sueño. Germinó en él la semilla que alguna vez crece en los hombres y decidió, suprimiendo todo intento de pasiones, alquilar un local apto, invertir en una decena de máquinas de lavado y, quizás —si no tuvo la suerte de nacer en la época o país correcto—, incluso tramitar los permisos que permiten al gobierno tener consideración de él como un profesional de la higiene textil.
Tal vez se batió en un duelo unilateral con los sindicatos que le exigían inscribir a su conserje en la asociación de tintoreros y no en la de porteros de noche. El asunto es que, sorteando las malintencionadas ráfagas de la burocracia moderna, nuestro héroe, un jueves como hoy, cortó el listón rojo y empezó a recibir, anónima y silenciosamente, a los transeúntes de turno.
Aquella es la curiosa historia de uno de estos héroes sin nombre. Créanme: las he visto brotadas ya y bastante maduras en los desiertos que decoran el sur de mi país, al que pocos aún han tenido la valía de llamar hogar. Las he visto también imposibles, sosteniéndose del borde de los pueblos que rodean a los viajantes en las largas carreteras del continente.
En paisajes que se riegan de rocío matinal en los cálidos inviernos tropicales y también en aquellos que rigidecen con la helada durante meses enteros. En el oeste se ven algunas que parecen ostentar con sus bailantes aguas —con cada segundo más espumosas y enturbiadas— la frescura que afuera le escapa al páramo, polvoriento y desolado.
En estos lugares, los valientes no corren con la suerte del primero, en el que las visitas introducen múltiples historias y donde el escape momentáneo se puede traducir en cafés, cigarros y diferentes mandados que la urbe propone. Muchas veces incluso —lo he visto en varias ciudades que no son las mías— aquel héroe no se hace parte del canto ya ancestral que su establecimiento entona y se entrega ciegamente a la tecnología, que le promete lo que los eruditos de estos tiempos conocen como “ingreso pasivo”.
Es completamente diferente el caso de los lavanderos inevitables de los páramos desiertos. Estos se debaten a diario con sus decisiones disfrazadas ahora de metal y agua. Entregan su necesaria vida al servicio de las bocas de lavado y secado, que algunos requerirán con violenta prescindencia.
No quisiera yo confundir al lector ni provocar algún tipo de simpatía por estas gentes que han decidido brindarse, de esta manera tan desinteresada, al servicio de “valet”. Después de todo, no hemos sido nosotros quienes los hemos obligado.
Pero quizás recuerden, la próxima vez que la semana interminable los empuje a la puerta de un establecimiento de lavado, el milagro biológico necesario para que nuestras ropas huelan todavía a brisa de montaña.
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