Me quedé ahí, con el alma en una extraña posición, casi fetal, y el cuerpo irónicamente distendido.
Me quedé ahí, en un silencio imperfecto que sangraba palabras al azar. En mi interior una tormenta despiadada comenzaba a desatarse, afuera, el sol, indiferente, brillaba como nunca.
Ella, con ese andar tan suyo, tan peculiar, se deslizaba por la casa y por mi vida rescatando sus objetos personales para ponerlos a salvo dentro de unos cuantos bolsos.
No iba a detenerla, ya estaba todo dicho, ya estaba todo aclarado, aunque mi corazón seguía repitiendo que no entendía nada de lo que estaba pasando.
Podía ver sus manos juntar las risas que colgaban de las repisas, los besos que aún resonaban por los rincones y hasta el sudor de ambos que todavía seguía abrazado a las sábanas.
Trabó la única maleta que tenía y con un simple y mortal “listo” cerró nuestra historia. No hubo un “adiós” o un “lo siento”, no hubo vencedores ni vencidos en esta guerra que habíamos desatado tiempo atrás.
Se fue como había llegado, frágil, fugaz, tan imperceptible como el aire que necesito para respirar. Se fue, y con ese egoísmo que la caracteriza, se llevó todo el aroma que perfumaba mis días; se llevó el calor de hogar, el café de las mañanas y las caricias bajo las estrellas.
Se fue, inocente y culpable, en partes iguales, por haber creado este remolino de emociones en mí. Se fue, arrancándome de cuajo, la rutina y la originalidad de su compañía. Se fue, dejando las copas sin una gota del vino que saboreábamos cada medianoche; se fue antes de ver las margaritas florecidas, antes de la llegada de la primeras golondrinas.
Se fue, justo un segundo antes de verme morir.
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