Imaginen un furby.
El hijo feo de la venta inescrupulosa de muñecos infantiles
y la tecnología de punta de los noventa.
Cuando sos chica, juego y juguete son lo mismo:
tienen cara de gremlin
y lo feos que sean no parece importar mucho.
Entre barbies descabezadas y bebotes tatuados con fibrón
aprendí de él todo lo que sé de crianza:
si querés hacer hablar a una criatura, conseguíle un compañero
si querés que te preste atención, batí palmas o ponelo cabeza abajo
no te olvides de hacerlo dormir aunque el hijo de puta ronque
y aparezca siempre en tus sueños.
también aprendí que el miedo tiene cara ridícula
se ve como un dinosaurio animatrónico,
como un disfraz de mickey sin ojos,
como un montón de pitufos en las sábanas
que van a moverse y secuestrarte
no importa lo bien que te portes.
como una nena de pelo largo y negro
que te mira a través del espejo
como un grito desgarrador en el teléfono de tubo
como encerrarte en el baño a repetir “bloody mary”
como llorar la primera vez que te viene.
Imaginen una nena.
Dice que el rosa es feo y si le ponen vestidos se desnuda.
Dormir la divierte más que la escuela
aunque ambos siempre signifiquen pesadillas.
Los muñecos le prestan la misma atención que las personas
y todos los ojos
plásticos
le muestran lo mismo:
fotos quemadas de una mamá que no es la misma
una abuela que ya no está
un gato que enterramos en el patio
un furby que se esconde debajo de la cama
y que no necesita pilas para buscarte de noche.
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