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    Instinto animal

    Oct 4, 2023

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    Instinto animal
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    El profesor la llamó para que pasara al frente y estaba desprevenida. A Yamila le temblaron las rodillas antes de levantarse. Se paró cerca, pero no junto a él. Los minutos pasaban y todo era silencio. Miró de reojo a sus compañeros gozosos (de no ser los elegidos). 

    Se alejó unos pasos hacia la izquierda y los pudo observar por primera vez de frente. Se sintió en medio de un zoológico de otro mundo, de esos que solo existen en la mente retorcida de un buen guionista. 

    Pensaba en cómo poder salir de ese momento incómodo, por eso apeló a su memoria emotiva. Y así, se trasladó a su infancia. A sus tardes pampeanas en las que podía vivir sin preocupaciones. En las que amaba leer historietas y ver los dibujos animados a la hora de la merienda junto a su abuela que tejía. 

    Los ochentas fueron una buena época para crecer. 

    Necesitaba una estrategia, no le servían los poderes de “Los Halcones Galácticos”, ni los de los “She-ra”. No contaba con espadas ni con partes robóticas, y menos con un sombrero de vaquero. Entonces ellos aparecieron escondidos en su inconsciente, “¡Los Gemelos Fantásticos!”. 

    ¡Cómo ansiaba ser uno de ellos! ( la mujer, por supuesto, de nada servía convertirse en un balde de agua o un pedazo de hielo, como lo hacía el varón). Buscó entre la multitud a alguien con quién chocar su puño, pero cada vez que quería hacer contacto visual con algún compañero, éste miraba a un punto ciego o al piso. Eso no la desanimó, por el contrario, no se iba a quedar con las ganas de gritar con todas sus fuerzas:"¡Poderes de los Gemelos Fantásticos, actívense!". 

    Anhelaba volverse un gran cuervo negro, con un pico filoso para sacarle los ojos a los que la miraban juzgándola. O en un bello tigre de Bengala de 200 kilos, para arrancarle de un zarpazo la garganta a los que masticaban bizcochitos de grasa con la boca abierta en medio de la clase. 

    Tal vez ser un bello escorpión negro era una buena idea, para poder paralizar al que dibuja círculos y rayas en el borde la hoja sin prestarle atención cuando intenta leerle algún poema de su propia autoría. Era una presa fácil, que caería al mínimo contacto y ahí sí, todos, la respetarían de una buena vez. 

    También podría ser sutil como una rana exótica, devolver la lapicera que rodó hasta sus pies, y envenenar al compañero torpe con solo rozar su mano: después se sentiría extraño, convulsionaría y caería boca abajo sobre el piso de madera. Ella ya no tendría el protagonismo y dejaría de sentirse tan mal. 

    Quería enloquecer como un gran dogo argentino: ser un animal poderoso, musculoso, a quien todos le tuvieran miedo. Poder gruñirles y mostrarles los dientes en tono amenazante, no como suele hacer en forma diplomática cada vez que alguien se hace el gracioso. 

    ¡Cómo deseaba poder cambiar de forma!... a estas alturas se conformaba con ser una cucaracha, esperando el momento exacto para escapar entre las zapatillas con olor a humedad y terminar refugiada en el fondo del tacho de la basura, para ser salvada por el chico de limpieza, que retira la bolsa a las 19 horas (ni un minuto antes, ni un minuto después). 

    Pero entre tantas hipótesis, ningún animal ni insecto la convencían. Hasta que la imagen de una imponente águila se fijó en sus pupilas. Notó que su cuerpo se doblaba, que sus brazos se llenaban de plumas blancas y se convertían en alas enormes. Se deleitó al ver a sus compañeros aferrados a los pupitres, hasta pudo oler su miedo. 

    Caminó unos pasos, se estiró y se abalanzó contra el profesor, que la observaba maravillado. Le clavó sus garras en la carne de las costillas y lo llevó hasta el techo, golpeándolo contra el ventilador marrón que apenas daba vueltas. Lo revoleaba por el aire y lo atrapaba, acechándolo como él hacía con ella (y con muchas más). 

    Con su pico le abrió el tórax y vio caer sus tripas sobre los espectadores que vomitan, gritaban y se resbalaban entre la sangre y los fluidos del viejo. Todos salieron corriendo hacia la salida. 

    Cuando estuvo sola en el aula, desechó el cadáver y se posó sobre el escritorio. Comenzó a reír a carcajadas como una hiena, después de aquel ataque épico. Lentamente bajó del mueble y caminó entre los restos. Masticó un poco de corazón, lo saboreo como un gran lobo de pelaje plateado. Tragó pedazos grandes, le costaba pasarlos por su garganta y cuando terminó, se relamió las patas y siguió rodeando a su trofeo de guerra. 

    Estaba satisfecha y cansada, solo quería llegar a su casa a tomar el té con la delicadeza de una diminuta viuda negra tejiendo su trampa para las moscas. Se quedó dormida en un rincón oscuro. Pasaron una o dos horas y se desperezó como un gato siamés, bostezando en cámara lenta. Las alas ya no estaban, sólo sus brazos huesudos y llenos de pulseras doradas que chocaban sonando como una pequeña campana. 

    Intentó levantarse del suelo, pero no pudo, una larga cola terminada en un ruidoso cascabel se lo impidió. Escamas azules, rojas, negras y doradas le cubrían los brazos y el torso. Intentó cerrar sus ojos pero ya no tenía párpados. El gusto a sangre seguía en su boca, escupió unas gotas rojas sobre sus manos escamosas y las olió con desagrado. 

    Se detuvo a pensar si todo había sido real y al ver la cabeza de su profesor en el suelo tuvo su confirmación. 

    Un espasmo violento la hizo moverse por varios minutos. Su piel se desgarraba y caía como una lluvia de carne seca y transparente. Después de mudarla toda, se sacudió con gracia y guardó su cuaderno y las lapiceras dentro de la mochila amarilla. Tuvo que dar un pequeño salto para no pisar una pierna desmembrada. Miró por última vez la escena del crimen, antes de cerrar la puerta, para recordarla con su memoria de elefante, ella creía que era un don, pero con el tiempo iba a descubrir que eso era una condena. Apagó la luz del aula y se dirigió hacia la salida. Saludó a algunos profesores que encontró en el pasillo, con una calma admirable, como las que tienen los perezosos. 

    Mientras bajaba escalón por escalón y veía las luces de la calle, hurgó en un bolsillo de su pantalón y encontró un pequeño chocolate envuelto en celofán que tomó con cuidado, lo llevó cerca de su nariz y luego a su boca para clavarle sus colmillos. A lo lejos escuchó un aullido de algún lobo solitario que había prendido la luz y se había encontrado con lo que quedaba del profesor. Sonrió y soltó un largo suspiro. Era hora de hibernar como un gran oso pardo, la pampa la esperaba nuevamente. Se escondió entre las luces de la ciudad, escabulléndose como una rata de cola larga. Cerró su abrigo, bajó por aquel agujero oscuro y, por suerte, logró tomar el subte a tiempo.


    Paula Dreyer

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