Las ramas crepitaban alzándose en fogata alrededor de los niños; algunos calentaban sus manitas y otros secaban el hollín con su pijama. Ya era medianoche, y la única festividad que resistía eran sus pies manchados de rojo.
Otra vez las luces de la habitación contigua se habían encendido. De todas las noches que debía levantarse, esta sobrepasada los límites. Siendo la onceava vez, se quedó en el umbral esperando que la penumbra le diera una respuesta. Sintió entonces el cliclear de las luces, pero estas no reaccionaron, seguido de otro cliclear que le provocó un espanto cuando la habitación se iluminó desde su pecho.
Estaba seguro que ella saldría a las 11:00, pero con el sol descansando en su cabeza la línea del sudor marcaba las 18:00. Algunos transeúntes cruzaban la calle alcanzando sus sombreros, otros lo empujaban sacándolo del camino; para dar lugar a las camillas vestidas de terciopelo, la tierra llora con el viento, repetía para sí. Su madre le había enseñado a esperar afuera.
Su corazón cocido a hilos descubiertos le permitieron mirarla antes de la despedida. No comprendía como tan hábil gracia, hizo del hábito de zurcir un disimulado modo de pertenecer al mundo. Como todas las aves, odiadas por el destino, y con el problema natural de lidiar con la historia de los gigantes. La delicadeza del trato le hizo olvidar por unos segundos que su cuerpo latía hirviendo entre sus manos; y que ella no lo dejaría caer a pesar del frío.
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Verónica Abir
Solo lo intento cada día, como respirar. Ves tus ruinas como son, libres de la ilusión, las expectativas (...) de modo que por fin puedes empezar a contar las tuyas. BELMAR, Issac
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