Fábula
Dec 25, 2023
El pájaro cayó del árbol.
Afuera nacían las primeras luces del amanecer y cantaba el gallo. Hace mucho tiempo habitaba esa parte del campo en donde las personas se mueven en bicicleta sin levantar la vista al cielo, los caminos son de tierra y se vuelven difíciles después de la lluvia.
Por primera vez, el pájaro miraba al pueblo desde abajo hacia arriba. Estaba muy asustado. Había perdido el rastro del nido de su familia y los árboles se multiplicaban en el cielo, sin distinción. Se desesperó, cantó y corrió en círculos. Después lloró. Lloró porque ya no podía volar.
Nunca supo cuál fue el momento; tal vez en medio de la noche, porque todo el campo dormía. El árbol que habitaba había perdido sus brazos. Unos tallos muy sutiles comenzaban a crecer en la corteza amarillenta, desmembrada durante días por el filo de las hachas y el sol.
Al observar a los gigantes, se preguntaba por su hogar. Pasó mucho tiempo en el cual le cantó a las luces del cielo que aparecen al caer la noche. Esperaba con paciencia los recreos de silencio en que se escuchan los pasos de los chicos y las máquinas entran en pausa hasta el día siguiente.
¿De qué clase era esa tierra, distinta a las anteriores, que no parecía barro ni viento ni ramas, sino una capa ríspida, el domo protector de un planeta?
El pájaro perdió sus plumas. Durante el invierno, el frío se volvía insostenible y no encontraba reparo. No sucedía otra cosa: nadie quería atacar un viejo pájaro enfermo; ni siquiera los insectos alcanzaban el pequeño médano de arena pronunciado sobre el pasto. Se encontraba a merced del viento; entre el cielo y la tierra.
Hace algún tiempo, había estado en la playa. Allí las gaviotas se mantienen a media altura y vuelan en dirección contraria al viento. No buscan refugio ni libertad; permanecen en un combate inútil contra su propio destino.
Había perdido a su familia, su hogar y su paisaje. Durante meses se encontró durmiendo en un estado de atonía, más allá del dolor, mirando las luces del sol bajar por el horizonte, sin que la copa de ningún árbol definiera el contorno de la sombra.
¿Quién era?
Nunca había tenido una función diferente en el conjunto. Al atardecer, cientos volaban a la par formando un dibujo que los protegía del desamparo de la soledad. Cantaba y construía; soñaba por las noches.
Entonces sucedió algo: un perro gigante comenzó a merodear alrededor. Durante días no dejó de olfatear las matas de pasto que crecen como islas en la arena. El perró lo fijó una vez en sus ojos y él se dispuso a morir.
Cayó la noche. El frío endurecía los huesos. Sintió descansar su plumaje en gruesas ramas. Olió el perfume de los pinos. El sol teñía su vista de un blanco fulminante.
¡Había llegado!
Comenzó a cantar, mientras recordaba su pasado de niño.
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