—¿Cuántas horas duermes regularmente?
—Las suficientes.
Contesté de manera muy seca. Me parecía tonta la pregunta. ¿Evaluación psiquiátrica? ¡Qué tontería! Yo ya he sabido que toda la vida Dios me ha dado la espalda, por lo menos en temas mentales, y ni hablar de salud física. Qué idiotez. Si no pudieran contratar pendejos, ningún político sería presidente, y si no pudieran contratar locos, absolutamente todos los buffets de abogados estarían en quiebra.
Las luces blancas de la habitación titilaban de una forma en que hacía que me doliera la cabeza.
—Un promedio de horas, por favor, joven.
Contestó de manera condescendiente. Las luces se hacían cada vez más ruidosas. Veía los destellos de luz cada vez más grandes. La visión se me nublaba y sentía las manos muy ligeras.
—Cinco horas —contesté, con las manos tapándome los ojos.
Salieron un par de lágrimas. Me dolía muchísimo la cabeza y no podía seguir aquí.
No dijo nada la mujer. Solo anotó en su libreta. Ni siquiera notó que estaba por desmayarme a media evaluación psiquiátrica. Pero no la culpo; de seguro le pagan una miseria para andarse fijando en idiotas que no les funciona bien la glándula reguladora de dopamina.
—¿Fuma?
—No regularmente —contesté.
—¿Cuántos al mes?
—No lo sé, no llevo la cuenta.
—Un aproximado.
—Depende del mes.
—Deje de jugar, dígame una cifra.
—Cuarenta y siete cajetillas y un puro cada que alguien me pregunta una pendejada.
Miré hacia la pared, saqué tres puros de mi bolsa y empecé a recortar la punta de uno con la navaja de bolsillo.
—Permítame acompañarlo a la salida. No es apto para el trabajo.
Dijo con una cara de enojo. Fue la primera vez en las tres horas de evaluación que me veía directamente a los ojos. Sus ojos eran de un color miel, almendrados. Tenía la mirada pesada y las ojeras parecían que llevaba cargando el peso de no haber aprendido a vivir nunca.
La misma mirada que yo, pensé.
Ella también está loca, pensé.
Llegué a la salida. Que las luces frías se hayan acabado fue un alivio para mí. Ni siquiera sé para qué las ponen. Son feas, y todos los lugares que las tienen parecen hospitales.
Me sentí un poco más relajado. Empecé a ver las luces de los coches: rojas, algunas azules, las cálidas amarillas. Todos los reflejos rebotaban en las caras de las personas que iban pasando. No te miento: me enamoré de más de algún rostro que, con un destello en particular, parecía onírica la idea de que hayan caído del cielo.
Un puente peatonal se ve a lo lejos. En el camino, un puñado de vidrio molido de alguna tienda estaba a mitad de la banqueta. No me pude resistir: pateé con todas mis fuerzas la pila de vidrio hecho trizas. Los pequeños pedazos salieron volando, haciendo que el reflejo de los coches hiciera parecer una pequeña ilusión de que pequeñas gotas de luz estaban cayendo del cielo. Me sentí tan vivo. La gente me miraba raro, como si estuvieran viendo a un loco, a un muerto, o a alguien aún más cuerdo que ellos.
El puente peatonal era gigante. Podía ver cada uno de los destellos de la ciudad desde la cima. Un río de luz avanzaba por debajo de mis pies. Eran como peces movidos por los destellos. Burbujas de caricias mudas me recorrían los párpados. Quería tocar esas burbujas, tenerlas entre mis dedos, que se fueran entre la espuma de una sola idea, serigrafiarme ese momento en mi retina para toda la vida.
Empecé a acercarme cada vez más a este río de luces. La idea de poder tocarla me estaba haciendo mucha ilusión. Veía cada vez más y más de cerca. Sentía el viento en mi cara y la fuerza de gravedad, y ese pequeño shot de adrenalina que se tiene cuando estás a punto de quitarte la vida
Y
De repente,
el destello de luz fría más asquerosa que he podido ver.
Luz de túnel le llaman.
Y después...
No volví a ver una luz. Nunca.
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