La pampa húmeda ocupa una de las zonas más pobladas de Argentina. Es una gran pradera templada que combina relieves planos, ondulados y pequeñas serranías. Está regada por importantes ríos. Y en el sudoeste de la provincia de Buenos Aires, un arroyo se duerme y se deja llevar por el Salado, que hará su largo viaje hasta el Atlántico. Ese afluente que, a lo largo de los años, fue variando su caudal, pero jamás se secó, le debe su nombre al color azul de las flores que se encuentran en su lecho. Y bautiza a la ciudad por donde va cruzando.
Una ciudad que en el pasado fue iluminada por el brillo de lunas indias. Un arroyo que fue elemento vital para las tolderías, alzadas en el monte cercano donde se organizaban los malones que hacían temblar la provincia. Un partido nacido como fuerte, para crear una nueva frontera contra el aborigen.
Décadas más tarde, sin rastro de tribus guerreras, sin toldos de cuero crudo ni lanzas, sin cautivas ni fortines, y en el contexto de la gran emigración de europeos a América en el siglo XIX, un matrimonio de vascos franceses decidió comenzar a echar raíces en ese suelo fértil que había cambiado el feroz aullido de lucha y muerte por el arrullo de las torcazas y el hiriente resplandor de las estancias incendiadas por el de los placidos atardeceres en el campo.
Pronto llegó un hijo que creció con historia del viejo mundo como herencia y un corazón con ritmo de la nueva tierra.
Se sucedieron las lunas, el niño se hizo hombre, cambió la tenue luz de las bibliotecas por el abrasador sol cayendo sobre los surcos y los libros por granos, porque su pulso no latía leyes sino agro.
Y fue entonces, cuando la hija de unos campesinos italianos, tan rubia, casi etérea, dulce, generosa y muy bella abrió la puerta por donde el amor no tardó en llegar. Y en ese mayo que celebraba el centenario de la revolución patria, sonaron campanas de boda.
Azul siguió siendo protagonista en su historia. Un terciopelo oscuro bordado de estrellas les dio luz a sus mejores noches. Allí trabajaron el campo y nacieron sus primeros cuatro hijos.
Pero un día las lluvias se hicieron esperar demasiado, los animales lo sufrieron, las semillas quedaron atrapadas entre duros terrones y el paisaje se volvió amarillo y quebradizo.
Esto marcó un antes y un después. El querido Azul quedó atrás, debieron salir en busca de nuevos horizontes donde tras la siembra se diera una buena cosecha.
Así bajando hacia el sudoeste llegaron a Bahía Blanca, el lugar donde nació la más pequeña de sus niñas.
Pero había algo que no estaba bien y no permitía que se asentaran, así que queriendo encontrar buenos suelos y su lugar en el mundo siguieron recorriendo el oeste pero esta vez hacia el norte de la provincia. Con cinco pequeños hijos, no fue fácil recorrer los pueblos de esa larga columna vertebral de Buenos Aires. Para poder andar más ligeros de equipaje optaron por ir abandonando pertenecías con la esperanza de volver a buscarlas alguna vez y esto último jamás sucedió.
A la vera de ese largo camino crecían las plantaciones de girasoles. La familia, parecía ser su espejo. Estas flores son ordenadas y organizadas, y buscan en todo momento la luz del sol, por lo que, aunque estén plantados en el medio de otra vegetación, acaban por torcerse y moverse hasta que reciben la luz que necesitan.
Así seguían, quizás buscando esa luz. Y en esos años, llegaron tres varoncitos. Los ocho hermanos crecieron, en distintos campos, compartiendo juegos y enormes mesas con exquisitos manjares de ollas de no menor tamaño, conociendo diferentes lenguas y costumbres cada vez que llegaban a los pueblos de colonos, aprendiendo a valorar la nobleza de la tierra, a fascinarse con la maravilla de la naturaleza y hasta una noche, a escondidas y de lejos pudieron ver a un famoso bandido conocido por robar a gente adinerada para dar a los pobres. Cuentan que el Robin Hood Criollo, como lo apodaban, llamó a su puerta y con educación y respeto pidió alimento para sus hombres. Nadie durmió, los mayores vigilando como a lo lejos se veía chirriar el fuego en que asaron los corderos que le cedieron y los niños tratando de escurrirse tras las ventanas para guardar en su memoria lo que les parecía la mayor de las aventuras. Al amanecer los vieron marcharse y todo quedó en una anécdota para recordar.
Todo fue experiencia y aprendizaje, pero no supieron de besos o abrazos de abuelos, porque aquellos inmigrantes habían quedado lejos, en ese Azul al que nunca regresaron.
Cuando los ombúes les dieron paso a los caldenes, allí se quedaron. Se habían movido demasiado hasta encontrar, al igual que los girasoles, la luz que necesitaban en la provincia de La Pampa.
Allí, mi abuela, la que llegó con la aurora de la ciudad blanca, pasó sus mejores años. De la adolescencia a la juventud. Hasta ese mayo, cuando entró vestida de novia a la iglesia de la Merced, no faltó la clásica foto en la casa y estudio Filippini, y junto a su flamante esposo, se subió al tren rumbo a la capital federal. Radiante y sonriente en viaje a su nueva vida, aun así, no pudo evitar que rodara una lágrima por lo que allí quedaba. El lugar a donde regresaría cada verano.
Mi preciosa abuela, la más chica de las mujeres de los ocho hermanos. La que ni siquiera pudo soñarme, porque la feroz y oscura sombra, traicionera y súbitamente, se la llevó siendo demasiado joven.
Dicen que un día también de mayo, la de la capa y gran capucha negra, detuvo su corazón. Lo que no sabía la muy cobarde, era que ni siquiera así había ganado. Porque sus hermosos ojos pardos, nos siguen mirando. Y su historia vibra fuerte con la mía. Soy parte de ella y entre otras cosas se de esos carnavales, los paseos y el lanza perfume. La travesura de los hermanos empujando el auto, para no ser escuchados desde la casa y poder arrancarlo más allá, la carrera por subirse y partir de fiesta todos juntos. Y el riesgo de conducir un descapotable por esos caminos arenosos, verdugo de almidonados y prolijos cuellos de camisas blancas.
Cuando vuelvo a General Pico, ese lugar en La Pampa, no dejo de pasar por el que fue el chalet de los ingleses, allí me quedo, observando, en silencio, entonces llegan imágenes que jamás vi, pero están en mí. Por esa verde loma, las veo salir. Las dos hermanas, compañeras inseparables, cómplices en todo, ahí van riendo a carcajadas, corriendo después de trabajar durante el día, llegarán a la quinta, besarán a su madre y antes del descanso, se sentarán a coser esas finas sedas estampadas. Y el sábado las encontrará de estreno. Bailarán toda la noche con sus vestidos a la última moda, colorete en las mejillas y el carmín coral en los labios.
Las raíces suelen abrazarte el corazón y echar tallos con capullos perfumados en tus emociones.
General Pico, fue el descanso del guerrero, ese hombre que junto a su familia llegó hasta allí buscando su lugar en el mundo y logró conseguir para todos la luz que necesitaban.
El hombre, que no sabía, que una de sus bisnietas alguna vez escribiría sobre sus azules huellas hasta el caldén.
Miriam Rodriguez Roa
Soy auxiliar psicoterapéutica (laborterapia y arteterapia). Me encanta escribir y cuando lo hago, sumo mi apellido materno. Son mis raíces y sellan mis sentires en una firma.
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